6 de diciembre

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Aquel día, la misa a Espartero Martínez se le había atragantado. Desde el púlpito, unos jóvenes del coro habían leído las peticiones; ¡con qué falsedad habían hablado! Su tono denotaba que no les importaba en lo más mínimo estar pidiendo al Señor por los que no tenían hogar o lo habían perdido; y las miradas constantes a donde estaban el resto de chicos de las catequesis de Comunión y de Confirmación dejaban entrever la falta absoluta de interés por la eucaristía.

Ni siquiera las palabras del cura que tanto le agradaba consiguieron que cambiara su opinión. Aquella parroquia comenzaba a antojársele llena de falsedad y mentiras, y no le gustaba lo que veía. Ni siquiera pudo quedarse para el canto a la Virgen María: se sentía morir allí dentro.

Procuró no pensar en aquello mientras miraba a la joven de pelo castaño esperar, ansiosa, su cuento. Quizá ella también tuviera doble cara, pero ni era algo de lo que su instinto le advertía, ni quería, en caso de estarse equivocando, descubrirlo. Prefería seguir ignorándolo si con ello no dejaba de verla como a la nieta perdida que escuchaba sus historias.

"Qué rápido, ¡una semana ya! Cómo vuela el tiempo... Ya estamos 6 de diciembre, y eso significa una cosa: sacrificio. Realizar un pequeño sacrificio por amor. Esta palabra encierra una trampa: y es que es más fácil de decir y planear que de realizar. A todos se nos llena la boca diciendo que el sacrificio por los demás es lo correcto y la forma de vivir que deberíamos tener, pero... ¿Cuántas veces lo hacemos, a la hora de la verdad? No tantas, ¿verdad? Porque nuestras vidas cambian radicalmente tras ello."

Como hombre de negocios, Carlos Rodrigo era próspero hasta decir basta. La empresa de teléfonos móviles que dirigía estaba a la cabeza de ventas del país, y era la segunda que más beneficios producía de todo el Viejo Continente. Se había labrado su fortuna desde cero con trabajo duro y esfuerzo, y estaba orgulloso de poder decir que había tenido éxito. Como cabeza de familia... No estaba tan claro.

—¡Cariño, vamos a llegar tarde a la cena! —ladró, colocándose la corbata por enésima vez. Miró su reloj: las ocho y veinte. Tenían que estar en el restaurante más prestigioso de la ciudad a las nueve, y vivían en la otra punta. Sabía que era temprano, y que podían esperar incluso diez o quince minutos, pero la verdad era que prefería llegar con tiempo y poder destacar así por su puntualidad impecable, demostrando a los demás peces gordos quién era el que de verdad mandaba allí.

Apenas unos segundos después, apareció su mujer, con porte decaído. Apartaba la mirada de su marido, retorciendo entre los dedos una suave gasa azul brillante de las muchas que dibujaban figuras espiraladas en su vestido de corte imperial. Incluso su tocado, hecho de plumas de pavo real y de unos tonos majestuosos, parecían deslucidos y alicaídos.

—Preciosa, como siempre —murmuró su marido, con la cabeza puesta ya en las finanzas y los tratos que, si todo iba bien, podría cerrar aquella noche.

No se dio cuenta de la lágrima solitaria que brillaba bajo la luz de las arañas de cristal.

No fue una cena digna de recuerdo, o, al menos, no para Victoria Fox. Interpretó su papel de esposa complaciente y dócil a la perfección, como siempre, y permaneció callada  y mirando la lubina a las finas hierbas de su plato durante casi toda la velada. Sumida en sus pensamientos, apenas se dio cuenta de que pasaban las horas, entre conversaciones superficiales con otras mujeres a las que ni siquiera conocía y risas de los hombres, que fingían amistad mientras bebían copas e intentaban echar los negocios de los demás a los tiburones. Y es que ya estaba acostumbrada a ser un simple objeto que su marido exhibía cuando necesitaba demostrar su poder; la bella heredera de una franquicia cinematográfica estadounidense con la que el gran Carlos Rodrigo había logrado casarse.

El resto de la noche tampoco fue memorable. Su marido llegó a casa, como siempre, algo alegre por las copas, y se echó a dormir enseguida. Ella simplemente se quedó en el sofá, admirando a través del ventanal las luces de la ciudad y abrazándose a sí misma, a falta de alguien que lo hiciera por amor de verdad y no simples finanzas.

Victoria estaba cansada de su vida. En su momento, había amado con locura a su marido; pero, a medida que se había ido dando cuenta de las verdaderas intenciones del hombre, el fuego se había ido apagando, y ahora no le quedaba más que una vida carente de sentido por delante y una fortuna que ni siquiera quería, si no era capaz de procurarle felicidad verdadera.

Recordó por qué había accedido a abandonar su hogar para irse con aquel extranjero de mirada clara y sonrisa brillante. Por su hermana. Como primogénita de Richard Fox, a Victoria le correspondía heredar la franquicia y todos los millones de dólares que aquello conllevaba; y esto Pauline Fox jamás había podido digerirlo. El haber sido desplazada a un segundo plano de forma tan brutal por el simple hecho de haber nacido unos años después no era algo que la segunda hija del empresario aceptase, y nunca se lo había perdonado a Victoria.

Y por eso había dejado los Estados Unidos de América. Para ceder su futuro como directora a Pauline, dejarla cumplir su sueño y hacerla feliz. No había sido nada fácil, por supuesto. Había dicho adiós a su familia, a sus amigos, a su vida anterior, y había vendido su porvenir a un empresario ambicioso que no había hecho sino exhibirla como un trofeo y dejar que se marchitase en su gran ático, que para ella era una jaula con ventanas de cristal a prueba de balas. Aquel había sido el precio de la dicha de su hermana.

No se arrepentía de haber antepuesto la familia a su propia felicidad. Pero, a medida que pensaba en su vida actual y en las ilusiones que jamás podría alcanzar, una parte de su alma lloró aquel sacrificio que había hecho por amor, y que le había costado sus ganas de vivir.

"Lo mejor que podemos hacer en favor de quienes nos aman es seguir siendo felices." (Alain)





Adviento. Un calendario muy especialDonde viven las historias. Descúbrelo ahora