12 de diciembre

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El cansancio no había desaparecido, pese a que había dormido durante doce horas. Aun así, Espartero Martínez estaba bastante seguro de que era, precisamente, debido a que había pasado demasiado tiempo acurrucado bajo las cálidas sábanas.

Disimuló un bostezo mientras observaba, un día más, el baile de las llamas de la chimenea. Era una vista que siempre lograba reconfortarlo; como si, al verlo, recordase que había ganado un año más a las crueles y frías calles de Madrid.

"¿Qué será, será, lo que este 13 de diciembre nos tocará...? Comprensión con las cosas ajenas, con esas cosas que a veces nos sacan de nuestras casillas. No somos jueces, aunque a veces creamos que tenemos derecho a hacerlo.. A juzgar a los demás, quiero decir. Es muy fácil observar desde fuera sin saber demasiado sobre la situación y pronunciarse, pero no es, desde luego, lo que debemos hacer, al contrario..."

Érase una vez un príncipe al que, en lugar de elegir posibles esposas entre las princesas de países vecinos, prefería charlar con otros herederos. Éranse una vez unos monarcas que se dieron cuenta de esto, y siguieron queriendo a su hijo de igual forma, animándolo a tener un rey consorte si eso lo hacía feliz. Érase una vez un pueblo que quería a su futuro regente y lo aceptaba tal y como era.

Y érase una vez una realidad que ojalá fuera así, pero que no lo es para nada.

Ojalá Santiago hubiera podido ser el príncipe de ese cuento, aceptado por su familia, su círculo y todos los que le importaban. Pero no lo era. No iba a heredar ningún reino; de hecho, era muy posible que no heredase ni siquiera las deudas de sus progenitores cuando sucediese a su padre como cabeza de familia, porque este se negaba a reconocer, desde hacía unos meses, que tenía un hijo de veinte años abiertamente homosexual.

En Rainy Coats, el pueblo más lluvioso y con el apodo más terrible de todo Asturias, la luz del sol hacía mucho que no brillaba para el joven, y no porque el clima fuera así, sino porque hacía tiempo que su familia se había desentendido totalmente de él. Ni siquiera tenía ya una silla en la mesa del comedor; su padre la había quemado en el jardín de detrás. Apenas recordaba cómo era la voz, antaño amable, de su madre, quien ahora se negaba a mirarlo a los ojos; y sus hermanos, que tenían prohibido ir a verlo, empezaban a difuminarse en su mente. Los tenía a todos muy presentes, y lloraba cada noche por ellos. Pero no era esto lo que hacían por él.

¿Por qué dar de lado a la persona a la que habían conocido desde el nacimiento mismo y a la que habían criado por el simple hecho de tener una orientación diferente?, aquello era un misterio para Santiago, cuyo único apoyo estaba siendo Pablo, el chico más dulce que jamás hubiera conocido. Aunque sus abrazos no pudieran compararse con los de una madre, ni sus felicitaciones por los éxitos con las de un padre, era la única persona que continuaba a su lado, y lo que Santiago le debía por ello era demasiado como para poderlo confinar en una cifra.

No era únicamente la familia de Santiago la que no se molestaba en ocultar su evidente odio hacia él y su forma de amar; todo el pueblo estaba claramente posicionado a favor de los padres del chico. Ni siquiera podía comprar el desayuno para los dos, pues la panadera se obstinaba en actuar como si no estuviera ahí, aun cuando no había ningún otro cliente en la tienda y el joven estaba tendiéndole el dinero para pagar los dos bollos. Y, como ella, todos los habitantes de aquel pueblecito del norte español.

¿Por qué la gente no podía sencillamente dejarlo vivir en paz?, era una pregunta para la que no tenía respuesta, pero le hubiera encantado saberlo. Le dolía mucho tener que desplazarse para todo a otros pueblos porque en el suyo no lo querían.

Y, como suele suceder en situaciones así, la cuerda se fue tensando hasta que algo hizo que se rompiera, dando un latigazo.

Una tarde lluviosa de marzo, Santiago, pese al mal presentimiento que había estado teniendo durante los últimos días, salió a pasear. Adoraba caminar bajo el cielo gris, que parecía ser el único que se comportaba igual con él.

No vio venir a los ultras. Cubriéndose con pañuelos y capuchas, lo asaltaron por detrás, y Santiago sintió tanto dolor aquella noche que deseó no haber dicho nunca nada, y haber vivido escondiendo su secreto. Incluso aunque hubiera significado no tener a Pablo a su lado, la cantidad de sufrimiento que se habría ahorrado lo habría compensado todo.

—¡Conviértete y deja el pecado en el que vives! —aullaban mientras lo maltrataban—. ¡Arderás en el infierno!

Yo... ¿Arderé en el infierno? ¿Por ser como soy? ¿Tanto me odia Dios, que se supone que me creó? No. Si es que hay un Dios que se dedicó a crearnos a todos, no es posible que nos odie porque salimos así. Y, si en verdad no nos quiere, pues allá Él. No voy a seguir escondiéndome y huyendo por lo que piensen los demás, porque no son quiénes para juzgarme.

—Los únicos que arderéis en el infierno sois vosotros —escupió el chico, levantándose, frotándose el labio partido—, porque sois los que han incumplido el mayor mandamiento de todos. No estáis amándome, a mí, a vuestro prójimo, mientras me apaleáis por ser diferente; mientras que yo estoy dando amor a todos, aunque la mayoría no queráis aceptarlo, y especialmente a mi pareja por estar a mi lado y creer en mí. Para mí, eso es cumplir con el mandamiento del amor; y si aun así me vais a enviar al infierno por estar con Pablo, entonces podéis pudriros con vuestra religión atrasada. No sois nadie para juzgarme, y un libro viejo no os justifica.

La tarde no acabó bien para Santiago, no, pero aquella noche, al llegar a casa, se sintió el hombre más orgulloso del mundo. Tras el abrazo más largo y cargado de preocupación y lágrimas de alivio de su historia juntos, Pablo le limpió y cerró como mejor pudo las heridas.

—¿Qué te han hecho? —murmuraba. Santiago había estado en silencio durante un rato, pero entonces decidió contestar.

—Me han enseñado a vivir siendo quien soy a pesar de todo, Pablo —respondió—. Y que la gente va a hablar y a no aceptar que soy quien soy, así que he aprendido a mandarlos a todos a tomar viento y, sencillamente, quererte como te quiero.

"Nadie es defectuoso, porque no hay nada correcto ni incorrecto en cómo somos." (Hannah Hart)

Adviento. Un calendario muy especialDonde viven las historias. Descúbrelo ahora