Sebastián

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Se encontraba encerrado en su propio cautiverio. Acorralado en su propia penumbra artificial. Ahí, acostado sobre su cama y envuelto en sus sábanas era el único lugar donde se sentía protegido de todo aquello que le causaba temor, molestia o cualquier otro sentimiento que deseaba evitar, pero a decir verdad, no era algo fácil de conseguir. Mientras mantuviera los ojos cerrados no podría ver lo que estaba a su alrededor, eso lo hacía sentir un poco mejor. Las paredes de su habitación eran tan azules como los días de verano, era su color favorito, y estaba llena de objetos que lo debían hacer feliz, pero que fracasaban en su cometido. Por alguna razón, la culpa lo invadía cuando llegaba a tener un sentimiento de comodidad, como si no lo mereciera. En la esquina, uno de sus mayores temores colgaba de la pared; el triste reflejo de su persona, no existía anda más real que eso, había concluido alguna vez, nada más real a que enfrentarse que tu propia persona, tu propio ser.

Se preguntó por un momento cómo podía ser ese día, ¿sería un buen día u otro mal día? Se envolvió aún más en sus sábanas, se rehusaba a salir de su cama. Sabía que el sol estaba ahí, como un intruso que entraba a su habitación sin ser invitado, arruinando la noche, arruinando sus sueños, empujándolo a vivir en un mundo más real que el de su mente, y por desgracia más deprimente.

Sus sueños. El único lugar donde todo podía pasar, no importaba si era un buen día o un mal día. En los sueños el cielo podía ser del color que quisiera, las nubes tomaban las formas que él deseara, volvía a tener una familia completa y sonreía con facilidad. Había aprendido desde muy pequeño a controlar sus sueños, "es tan natural como respirar" le había dicho su madre, y era verdad. Aunque no siempre fue así; se dice que hubo un tiempo en que la gente no podía controlar sus sueños, y éstos a veces se transformaban en algo horrible llamadas pesadillas.

Tres golpes en su puerta lo hicieron volver a la realidad, tuvo que abrir los ojos. El sol entraba en su habitación tal y como lo había imaginado, con esa misma luz de invierno, que se alargaba hasta llegar a su cama para cubrirle el rostro. La ceguera lo paralizó por unos segundos. Maldijo el sol.

Se sentó en la cama y miró el espejo de la esquina. Su cabello negro era un desastre, y su rostro reflejaba todo el amargo sentimiento de una levantada forzada. Tenía once años, pero de sus ojos comenzaban a colgar pequeñas ojeras producto de las noches de insomnio que padecía. De su piel morena comenzaban a brotar pequeños y primerizos granos que apenas y eran perceptibles, pero que el odiaba con todo su ser. Maldijo su reflejo.

Al salir de su habitación, caminó por el mismo pasillo de todos los días. Era como vivir en una fotografía. La misma pintura verde, los mismos cuadros con fotografías viejas colgaban de las mismas paredes, la misma ropa sucia tirada en la misma esquina. Todo lucía igual. Al pasar junto al cuarto de su madre la vio acostada, supo de inmediato que no estaba dormida, sólo estaba demasiado triste para levantarse. La entendía, y no la culpaba. Ella sacrificaba su felicidad para que él fuera feliz, a veces se preguntaba si valía la pena.

No siempre fue así. Cuando su padre vivía; aunque ambos trabajaban, siempre se daban tiempo para pasarlo con él. El dinero nunca había sobrado en su hogar, pero antes no escaseaba como hoy en día, de hecho, alcanzaba para comprar píldoras que podían tomar diariamente. Eran muy felices, su madre era feliz. Lo que más recordaba era verla sonreír los últimos días de cada semana, cuando acampaban en el parque de la ciudad. En las noches solían encender fogatas y charlar por un buen rato, a su padre le encantaba contar chistes que escuchaba en el trabajo, a Sebastián no le parecían muy graciosos, pero su madre soltaba una carcajada tan fuerte que parecía que la garganta le explotaría, desde antes de terminar cada broma. Su memoria se encargó de grabar aquella imagen de su madre riendo como una chiquilla mientras abrazaba a su marido y le daba un pequeño beso. Añoraba aquella escena, deseaba con toda su alma poder revivirla, casi todas las noches soñaba con estar ahí, pero nunca ha podido volver a sentir lo que sentía aquellas noches; el calor de la fogata, la alegría de estar con sus padres, ni siquiera el dolor en el estómago que le producía reír tanto volvió. No, su vida ya no era así. Su vida ahora era triste, y debía aceptarlo. Los momentos felices, sólo son una burla de la vida, una probada del mejor platillo que jamás podría volver a comer. Si de verdad existía un Dios, seguramente era un ser malvado que lo tenía encerrado en ese infierno, y le abría una pequeña ventana de vez en cuanto para permitirle ver el paraíso, para que observara aquél mundo al que jamás pertenecería. Sería más fácil aceptar una vida llena de desdicha, si no supiéramos que hay algo más que pena. De eso se trata la vida, de caminar sin descanso por un desierto desolado, donde de vez en vez puedes sentir la frescura de la lluvia, que te hace creer que los tiempos cambiarán, pero que al final nunca sabes si es real o sólo un espejismo, pues el calor vuelve y el desierto se convierte en lo mismo; soledad, cansancio y desolación. Maldijo aquel recuerdo.

Cuando bajó, Joseph se encontraba preparando el desayuno.

—Buenos días — Le dijo amablemente, como lo hacía todos los días. Pero Sebastián lo odiaba, le molestaba su falsa amabilidad.

No le contestó.

No tenía sentido, era un robot. Cuando era más pequeño su madre le enseñó a ser amable con él, pues era su amigo y aunque se suponía que no tenía sentimientos, era más amable que muchos que se suponía que si tenían. Pero ya no era un niño. Ya no se creía todo lo que decían, el mes pasado cumplió 11 años, y comenzaba a sentirse tonto hablando con un robot, y aún peor, creyendo que era su amigo.

Lo maldijo, de pronto se sintió más infeliz y solo. Al igual que le pasaba todos los días, ya estaba acostumbrado pero esperaba que ese día fuera de los buenos. Su madre seguía dormida, últimamente se levantaba muy tarde y no se despedía de él antes de irse a la escuela, desde la muerte de su padre, se dedicaba a ver televisión, llorar y dormir. Había dejado de importarle hace tiempo, o tal vez si le importaba, pero prefería pensar que no. Había aprendido la lección; no sirve de nada que las cosas te importen, no busques la felicidad esperando que se quede contigo. No esperes nada de la vida, no esperes nada de la gente, nadie puede cumplir nada. Cuando la gente promete algo, sólo lo hace por el sentimiento que existe en el momento en que hizo la promesa, pero el momento se va y el sentimiento cambia, eso es inevitable, nadie controla su sentir realmente, así que nadie puede prometer sentir lo mismo que en aquel momento, y por lo tanto no podrá cumplir con la promesa que te hizo en ese instante.

— ¿Hoy no hay pastilla? — Le preguntó a Joseph.

—No, Sebastián. — Le contestó — Tu madre me ha dicho que redujera la dosis a una pastilla por semana.

Lo volvió a maldecir, por supuesto siempre en su pensamiento. No era justo, ya tenía tres días sin tomarla, cada día se sentía más infeliz. Según su madre, los precios de las píldoras iban subiendo día con día, y ya era imposible comprar tantas, pero le seguía pareciendo una mentira, hace no mucho tiempo había encontrada varias cajas con píldoras escondidas en el armario de su madre, no podía creer que no le permitieran ser feliz, tal vez ella no podía ser feliz y no quería que él lo fuera tampoco, eso la convertía en un ser egoísta. No estaba seguro de que su teoría fuera real, pero no encontraba otra explicación. Había sufrido bastante con la muerte de su padre, y tenía que enfrentarse a todo sin la píldora, lo único capaz de hacerlo sentir feliz, aunque sea sólo una ilusión. Los maldijo a todos.

Un ruido comenzó a sonar en la cocina. Era el purificador, lo detestaba tanto como detestaba el resto de la casa. Últimamente hacía demasiado ruido, pero no lo podía apagar. Ese molesto aparato era el que se encargaba de limpiar el aire dentro de su casa, sin él, la contaminación no los dejaría respirar. Eso decían todos, pero una vez se descompuso gravemente, estuvo apagado toda una noche y no pasó nada, sin embargo, sus padres habían preferido no correr riesgos.

Estaba un poco nublado. Unos empleados del gobierno se encontraban reparando un árbol. Pasó junto a ellos y por un momento pudo ver el interior de él, lleno de dispositivos que le recordaban los órganos de un robot. Todos los árboles de la calle eran idénticos. La ciudad sólo contaba con alrededor de veinte modelos diferentes de árboles pero en casi toda la ciudad sólo colocaban los más económicos, los mejores los reservaban para las zonas residenciales de las personas más adineradas. A veces los pintaban para cambiarle el color a las hojas. Recordó el día en que su maestra lo llevó junto con sus compañeros de la escuela a un parque ecológico, a las afueras de la ciudad, donde había arboles de verdad, y no las maquinas creadas para limpiar el aire de la urbe. Su profesora les explicó, que esos árboles ya no los colocaban dentro de la ciudad porque no eran tan eficientes para limpiar el aire como los artificiales, y además, ensuciaban las calles en otoño, cuando dejaban caer sus hojas. A Sebastián le parecía una lástima, aquellos árboles eran realmente hermosos, y los había de muchos tipos diferentes, ninguno era igual a otro, cualquiera de ellos era mil veces mejor que aquellos artificiales que había en la ciudad. Sin duda, ese había sido un buen día.









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