El día apenas comenzaba. Los primeros rayos de sol comenzaban a pintar el cielo de rojo. Le recordaban aquellas pinturas del primer renacimiento, cuando las cosas se debían hacer con las manos y algunos sencillos instrumentos. Sentada junto a la ventana y vestida en pijama recordaba con un toque de nostalgia a su querido abuelo, quien le había enseñado a ver el mundo con sus ojos. Su padre también contribuyó en esa labor por supuesto, pero nadie podía igualar nunca la visión de aquel viejo sabio. En otra época no habría sido tan viejo, pensó. Tenía setenta y tres años, vivió más de lo que la mayoría lo hace hoy en día, pero él mismo le comentó una vez que al principio de éste milenio, cuando la contaminación no era tan grave, la gente solía vivir más, inclusive hasta más de cien años. "Antes la gente vivía lo que tenía que vivir, no tenían fecha de caducidad" decía su abuelo con frecuencia.
Por una extraña razón se sentía inspirada. Su abuelo acababa de fallecer, y ese día habría una celebración por ello. La vida de un gran hombre había llegado a su fin, una verdadera lástima, pero todo termina en algún momento, y lo único que nos queda es celebrar por lo bueno que nos dejó. Tuvo una buena vida, y eso era que había que festejar pensó.
Algo la hizo salir de sus pensamientos y regresar al mundo real. Un pajarito; un colibrí. La veía desde el otro lado de la ventana, moviendo sus alas para mantenerse en el aire sin desplazarse de lugar. Se acercó aún más a la ventana, lo mismo hizo el ave. Lo tenía a escasos centímetros de su rostro, nunca había visto a uno de cerca. Era muy bonito, su piel brillaba azul y verde, y tenía un pico largo. La miraba fijamente o más bien la grababa. Los colibrís sin duda eran bonitos.
Oscureció los cristales de la ventana. Deseó conocer a un colibrí de verdad, pero aquellos se habían extinguido hace más de un siglo, y éstos nuevos en realidad eran vigilantes que habían sido creados por la policía para mantener la seguridad. Los odiaba un poco, se permitió admitir para sí misma, sabía que debían hacer su trabajo por el bien de todos, pero la hacían sentir incómoda.
A veces deseaba ser un ave real, poder volar e ir a donde le plazca. Conocer todos los lugares que quisiera, sentir el viento en su rostro y no tener más barrera que el cansancio de haber viajado demasiado. Cerró los ojos y levantó sus brazos imaginando que eran alas, deslizándose a través de las nubes, viendo al mundo desde lo más alto, tan cerca del cielo, inclusive más cerca de su abuelo, sin que nadie pudiera llegar a ella para detenerla.
Abrió los ojos y regresó de nuevo a la realidad. Se alistó y bajó a desayunar.
Cuando llegó al comedor, lo encontró igual que todos los días. Un inmenso recinto decorado como un palacio antiguo, como los que existían antes de la modernidad. Le gustaba, la hacía sentir reconfortante. Cinco grandes ventanas verticales se encontraban a su lado derecho, desde donde podía ver los jardines que rodeaban su hogar; una enorme mansión a las afueras de la ciudad capital. Largas cortinas blancas y abiertas enmarcaban cada una de estas ventanas. Del otro lado, tres grandes pinturas llenas de colores colgaban de las paredes. Odiaba esas pinturas, le parecían grotescas, no entendía como su padre podía tenerlas ahí, en el comedor, pero simplemente evitaba pensar en ellas para no arruinar su bella mañana, siempre se sentaba del lado derecho para poder darles la espalda. Una de ellas, la que más le disgustaba, estaba llena de esqueletos y sangre, era una pintura dedicada a una revolución que había existido hace muchos años, en el viejo continente llamado Europa. Ese lugar ya no existía pero, todos insisten en enseñarle la historia de ese lugar. Siempre le había parecido aburrida la historia, aunque solía aparentar estar fascinada cuando le hablaban sobre eso.
En el centro se encontraba el comedor; una gran mesa para veinte personas, que sólo se llenaba una o dos veces al año. Se sentó junto a la silla del anfitrión, el lugar de su padre. Había un plato como cada mañana, esperándola en su sitio, con una píldora azul, y un vaso de agua junto. Se la tomó.
Segundos después, como si todo estuviera planeado, su padre abrió la puerta y entró a paso veloz, como generalmente lo hacía. Llevaba un traje blanco con una camisa del mismo color. Ella también vestía el blanco, tal y como debía hacerlo, pero no estaba segura de que su abuelo los hubiera querido ver a todos vestidos de ese color.
Albert, era un hombre muy diferente a su abuelo. Era mucho más alto, de hecho, era de los hombres más altos que conocía, así como de los más inteligentes, a pesar de su madurez seguía siendo un hombre bien parecido, su cabello rubio no parecía sufrir estragos por la edad, y su piel blanca no se arrugaba, tal y como fue planeado. Los ojos azules de su padre, no lograban contrarrestar su mirada fría. Era callado y sólo hablaba para decir algo que se tenía que decir. Parecía una persona incapaz de disfrutar de algo, inclusive con la pastilla, Marie no recordaba haber visto feliz a su padre. Todo en él era un compromiso, un deber y un protocolo. Inclusive pensaba que comía y dormía por obligación. Se sentó en el extremo de la mesa, junto a ella.
—Buenos días, padre. — Saludó ella con cortesía.
—Buenos días —Respondió — En el funeral de tu abuelo, tendrás que decir unas palabras, se espera que lo hagas.
—Así lo haré — Claro que lo haría, no necesitaba que lo dijera. Quiso decírselo. Pero no pudo.
Óscar, uno de los sirvientes entró con el desayuno. Era un joven de la edad de Marie, era su amigo. Por supuesto, una amistad a medias. No era bien visto por nadie; que una chica como ella, se llevara tan bien con un chico que no era como ella. La sociedad había comprendido hace mucho que todos los seres humanos eran iguales, no importaban las razas o las orientaciones, y todos debían tener los mismos derechos. Pero eso duró muy poco. Hace menos de un siglo, en varios países, pese a las marchas y manifestaciones que hubo, se aprobó la eugenesia, y ahora las personas podían pagar en algunas clínicas para crear humanos con mejores habilidades. Una mujer embrazada podía pedir que su hijo naciera con ciertas características que lo hacían mejor que otros. Por su puesto, sólo la clase alta podía pagarse ese servicio. Lo que generó muchos conflictos por las diferencias genéticas entre los humanos. Las diferencias entre clases sociales y el racismo que se habían dejado en el pasado, ya no eran simplemente superficiales, ahora existía una raza de humanos que era genéticamente mejor.
En realidad, ella no había sido planeada genéticamente, puesto que su madre se había negado a ello, a pesar de la insistencia de su marido. Pero sus padres si, por lo que se consideraba parte de la raza "purificada", y además seguía siendo de clase alta, y las diferencias sociales volvían a ser fundamentales.
—Buenos días, Óscar — Le dijo, percibiendo la mirada de desaprobación de su padre, mientras se tomaba su pastilla. Lo cual le parecía extremadamente divertido.
—Buenos días señorita.