Óscar

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Parado junto a la puerta del salón alcanzaba verla, con toda la belleza que siempre había emanado. A muchos metros de distancia, por supuesto. De pie junto al ataúd de su abuelo, hablando sobre el fallecido, contando anécdotas divertidas. Se veía deslumbrante en su vestido blanco, sus rizos caían sobre sus hombros y de cuando en cuando levantaba su mirada azul para encontrarse con la de él, o al menos eso le gustaba pensar. Estaba nerviosa, lo sabía, nadie más lo notaba, pero él sí. La conocía bien, solía observarla en el salón, y a veces cuando ella salía a dar paseos en el jardín, él acostumbraba verla desde una de las ventanas de la casa.

Se veía feliz, tristemente feliz. Efectos de la pastilla, suponía. Su mirada le contaba su sentir tan claramente, que no necesitaba escucharlo. Ninguna palabra sería más clara que su mirada. Ella se sentía feliz, o al menos, creía serlo. Pero no lo era, él sabía que no lo era. "Son los efectos de la pastilla" se volvía a decir.

Cuando ella terminó de dar su discurso, se dirigió a su lugar, junto a su padre. Aún de espaldas a él, seguía viéndola, esperando que ella se girara para obsequiarle una mirada. No lo hizo.

El recinto estaba lleno de flores blancas, y estaba extrañamente iluminada por una luz natural que parecía descender del cielo con la única misión de alumbrar el cuerpo del difunto. Era hermoso, debía serlo. Las personas sonreían, era un funeral, y las personas sonreían. Decían que no se debía sentir tristeza por la muerte. Se debía recordar a los seres queridos con felicidad, pues una vida larga y grata, no tenía por qué tener un final triste, el fallecido merecía una despedida alegre. Le parecía absurdo.

En la noche, cuando todos se habían ido, aprovechó para bajar a la cocina. Se sirvió un vaso de agua y se quedó unos minutos observando el jardín. La luna adornada con cientos de estrellas pintaba de azul el paisaje enmarcado por la ventana. Se sentía tranquilo finalmente.

—Buenas noches — Le dijo una voz desde atrás, que lo hizo girar de inmediato y olvidarse de su fugaz tranquilidad.

—Buenas noches, señorita — Le respondió, cortés y un poco avergonzado por su apariencia desalineada, pero con el corazón latiendo más fuerte.

—Cuando estamos solos, puedes llamarme Marie ¿cuantas veces debo decirlo? — Le dijo con aquella sonrisa que ni la luna podía eclipsar.

—Cuantas veces quiera, puede seguir insistiendo, o puede aceptar que para mí es la señorita Marie — Respondió viéndola fijamente a los ojos, esperando una reacción, ante esa respuesta.

—Está bien, como quieras — La indiferencia no era precisamente la reacción que esperaba.

Se quedaron en silencio unos minutos, pero no uno de esos silencios incómodos que obligan a hablar a dos personas que no tienen nada que decir. No, sus silencios nunca eran incómodos, de hecho, eran bastante cómodos, como si todo estuviese dicho ya, y no haya nada más que decir. Pero no era así, pocas cosas se habían dicho, aunque la sensación era la misma. Ambos se sentían cómodos el uno con el otro, como si al estar juntos fueran un sólo ente solitario, que se acompaña a sí mismo.

—Siento mucho lo de tu abuelo — Dijo al fin, Oscar — Era un gran hombre, debes estar muy triste por su partida.

—Si era un gran hombre, pero no estoy triste, tuvo una vida larga y prodigiosa. Lo recordaremos siempre, prefiero celebrar su vida, que padecer su muerte. Es lo que él habría querido.

—Es lo que él habría querido — Asintió. Pero no le creyó. No podía dejar de contemplarla, Dios, era hermosa. La luz de la luna que entraba por la ventana iluminaba su rostro y su mirada brillaba como un par de diamantes azules — Aunque yo pienso que algunas veces necesitamos sentir tristeza.

La Píldora De La Felicidad.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora