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Se escucha una sirena y una luz azul que gira me provoca un deslumbramiento momentáneo. Al instante el silencio se transforma en bullicio mientras una multitud de pijamas verdes, blancos y azules se abalanza sobre un corazón de setenta y muchos años que fibrila encima de una camilla que arrastran los técnicos de la ambulancia hacia el interior del box vital.

Pero ni eso consigue echar algo de luz sobre mis adormecidas neuronas.

Miro el reloj y veo que aún no hemos llego a la una de la madrugada, a falta de unos diez minutos. Hago la cuenta. Hasta las cuatro tendré que estar despierta y atender a todo lo que entre por la puerta.

—¡Todos lejos! —grita Pepe, nuestro urgenciólogo preferido.

Veo convulsionarse momentáneamente el cuerpo del paciente por culpa de la descarga. Después escucho varios suspiros de alivio que indican que el corazón ha vuelto a su ritmo sinusal. Se lo llevan a la observación y de pronto el pasillo vuelve a estar en silencio y lo único que se mueve es la luz del foco que titila en el techo. Vuelvo frente a mi ordenador y me siento ante la pantalla, resignada a terminar la historia que he dejado a medio escribir.

Cruzo las piernas y enfoco mis ojos exhaustos en el último párrafo que estoy tecleando. Se trata de un hombre mayor que cuenta una parálisis en pierna y brazo izquierdos, al cual ha encontrado su mujer hace media hora tirado en el suelo del baño. Y por eso lo ha traído a urgencias.

Pulso intro.

Juicio clínico: sospecha de hemorragia en cápsula interna. El TAC me enseña una inequívoca mancha blanca en el hemisferio derecho que además concuerda con los antecedentes del paciente y demás cositas a tener en cuenta. Resoplo. El pobre Ramiro está desparramado en la camilla y su mujer lo mira acongojada. Pero no puedo hacer milagros. Hay cosas que sólo las cura, y no siempre, el tiempo.

Ya no aguanto más y me levanto de la silla otra vez. Necesito cafeína.

—Voy a tomar un café, ¿quieres que te traiga algo de la máquina? —le pregunto a Clara, una residente de medicina de familia que lleva una guardia mucho peor que la mía (y ya es difícil).

Me mira y hace pucheros.

—Como no me pongas una vía y me lo pases con un suero no me va a servir de nada —responde—. Pero vale, un capuccino con las cinco rayitas de azúcar —y sonríe con cansancio.

Voy dando tumbos por los pasillos. Mis Crocs blancos son blanditos y por lo menos mis pies van cómodos. Me paso por el baño que encuentro de camino a la máquina de café y me miro en el espejo.

Los ojos hundidos detrás de mis gafas de pasta verde hablan solos y ya casi no se distingue el azul cielo de mis iris que brilla cuando he dormido más de seis horas seguidas. El pijama verde me hace parecer un saco de patatas con fonendoscopio. Me siento como Baymax, el de la peli de Big Hero. A mi nena le encantó, y eso que sólo tiene dos años, pero tengo la sensación de que se entera más de lo que parece de todo lo que hay a su alrededor. Tengo la certeza de que es una niña muy inteligente.

Hago pis. Cuando llevas ocho horas sin pisar el baño casi hasta duele. Me lavo las manos y contemplo mi rostro demacrado una vez más. Al menos mi melena rubia está limpia y brilla porque tuve la precaución de pasarle la plancha antes de salir de casa esta mañana.

Me encojo de hombros y salgo de los servicios. Mientras camino alcanzo mi Iphone, que está en uno de los bolsillos de la bata, entre mi libreta de fármacos y el martillo de reflejos. Le pido a Siri educadamente que llame a mi madre.

"Llamando a... Mamá", responde ella, a mis órdenes.

—¡Bea! ¿Cómo estás? Rocío está acostada y ha cenado fenomenal —me saluda acelerada a pesar de la hora que es.

¿Cómo hubiese sido si...? /Cristina González 2015Donde viven las historias. Descúbrelo ahora