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Raúl me coge de la mano. Caminamos y no tardo en animarme a preguntarle.

—¿Sigues escribiendo poesía?

Él me aprieta la mano con más fuerza.

—Todavía no puedo responderte a esa pregunta —dice misterioso.

—¡Venga ya! —rezongo con una sonrisa de oreja a oreja—. ¿Tus poemas tienen códigos Illuminati o algo así?

Entonces me mira sorprendido y empieza a reírse. Por un momento me recuerda a Rocío durante la hora de la merienda. Es una risa cien por cien auténtica. Recuerdo que Raúl, ya con quince años, solía decir que el mundo estaba mal, dominado por gente con intereses turbios. En mi memoria aparece como un adolescente fuera de lo común. Sensible, solitario y reflexivo en exceso. Aunque a mí me encantaba escuchar sus teorías conspiranoicas y sobre todo, los versos que escribía. Daba igual la temática. Podía escribir de amor, de los paisajes... Una vez le escribió un poema a su perro. En algún lugar leí que un adulto creativo es un niño que ha sobrevivido.

Me pregunto si él habrá sobrevivido también... O si su creatividad se habrá congelado en la rutina.

Giramos a la derecha y después caminamos de frente durante unos diez minutos hasta llegar a un bloque de pisos relativamente nuevos.

—Ya hemos llegado —anuncia.

Saca las llaves de su cazadora de cuero y abre el portal. Número diez. Cogemos el ascensor. Cuando las puertas se cierran vuelvo a tener esa sensación horrorosa de claustrofobia. Él me lo debe de notar porque me pregunta.

—Tienes mala cara. ¿Te encuentras bien?

Asiento con la cabeza.

—Una vez me quedé atrapada en uno de los ascensores del hospital... Y desde entonces le tengo respeto a estas cajas de la muerte —digo en tono dramático.

Entonces Raúl me atrae hacia sí y me estrecha entre sus brazos. El gesto me sorprende pero me dejo llevar. Con mi oído apoyado sobre su pecho puedo notar su corazón. Está rítmico, pero ligeramente taquicárdico. Respiro hondo. Huele a gel de baño, a detergente neutro. A limpio. Cierro los ojos.

El ascensor se detiene. Hemos llegado al octavo piso. Se aproxima a la puerta sobre la que descansa, adherida a la pared, la letra A. Introduce la llave en la cerradura, abre y me invita a entrar a mí primero, como un caballero.

Lo primero que veo al entrar es un enorme acuario, que debe de tener una capacidad aproximada de cien litros, de aguas transparentes, iluminado por dentro con luz malva donde nadan tres hermosas carpas japonesas. Una tiene un estampado blanco y negro y las otras dos son de un precioso color naranja cuyas escamas brillantes reflejan la luz de la tapa del acuario.

—Vaya... —susurro absorta en los peces.

Entonces un pequeño amigo sale a nuestro encuentro. Es un fantástico perrito de aguas blanco y negro que tiene el pelo rizado y muy largo. Como una adorable mopa. Me ladra y me olisquea. Extiendo la mano bajo su hocico para dejarlo proceder y cuando decide que soy de confianza me lame toda la mano y parte del brazo.

Me río y lo acaricio. Adoro los perros, pero no tengo tiempo para encargarme de uno lo bastante bien como para que no se le considere un animal abandonado. Además, mi madre les tiene auténtico pavor.

—Te presento a Tony —dice Raúl al tiempo que se agacha a mi lado y acaricia a su simpática mascota.

Tony no tarda en echarse en el suelo panza arriba, entregado a las caricias de su amo. Ver a Raúl tan tierno con su perro me despierta alguna clase de sensación extraña. Y es que quiero que me acaricie a mí. Y que sea tan tierno conmigo como lo es con él. Y no me estoy comparando con su perro... Es sólo que lo trata con tanto amor que no puedo evitar que mi lado más emocional tiemble de expectación.

¿Cómo hubiese sido si...? /Cristina González 2015Donde viven las historias. Descúbrelo ahora