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Ada me mira fijamente. Está enfadada conmigo. Nos encontramos en mi habitación, sentadas una al lado de la otra frente a mi precioso escritorio de madera gris, que está lleno de papeles. Y más papeles.

—Bea, cariño, tienes que reconfigurarte —me dice decidida.

Me tiemblan las manos, estoy nerviosa. Desde que he tenido la crisis de angustia en el hospital llevo todo el día anticipando otro ataque. La situación me desquicia.

—Es que no sé qué hacer con mi vida —digo en voz baja—. Tengo tanto miedo de que Álvaro consiga la custodia... ¿Y si se lleva a la niña lejos? ¿Y si me impide verla? Lo mejor es que ceda y vuelva con él...

Ada resopla. No está conforme.

—¡Beatriz! —grita y me obliga a mirarla a los ojos—. Espabila. Piensa dos veces lo que estás diciendo.

—Ya lo pienso —respondo sin entusiasmo.

—Primero tienen que hacer la prueba de paternidad, con eso ya tenemos unos meses. Después tiene que salir la vista para el juicio. Hay que hacer negociaciones. Hay que hablar con el juez... Aún quedan meses para que se decida nada. Es más, lo más probable es que la custodia te la den a ti: la niña es muy pequeña, está bien cuidada con su madre y está acostumbrada a ti. ¿No ves que estás haciendo una montaña? Álvaro va a tener que tragar con lo que se decida.

Aprieto los puños. Sí, quizá esté anticipando desgracias, lo admito. Pero...

—¿Pero y si uno de los fines de semana que él tenga que quedarse con Rocío decide que se la lleva... Fuera de España? ¡Está obsesionado con irse a Estados Unidos! Me la va a liar, Ada... Lo veo venir —digo con la respiración acelerada.

—Tranquila, cuando lleguemos a ese puente, ya lo cruzaremos.

—¡Sí qué fácil es decirlo! —grito fuera de mí.

Ada se levanta de la silla y se sienta en la cama, cruzando las piernas. Parecemos dos amigas adolescentes hablando de temas demasiado serios para nuestra edad.

—Pues tienes que elegir, Bea.

—¿Elegir?

—O decides dejarte dominar por el miedo y el pesimismo: lo cual te llevará a paralizarte... O admites el miedo y lo dejas a un lado para tomar decisiones de la manera más objetiva y fría posible.

—¿Y qué pasa si no soy capaz de ignorar el miedo? —pregunto con impotencia—. No es tan fácil como parece.

Ella me sonríe.

—Ven, que te abrazo —me dice.

Apoyo mi cabeza sobre sus piernas y me encojo en posición fetal sobre la cama.

—Tienes miedo porque necesitas tener el control de todo lo que ocurre a tu alrededor, Bea —susurra—. Pero jamás podrás controlar nada, así que no tiene sentido que tengas miedo. El miedo te vuelve incapaz de tomar las decisiones adecuadas a tiempo. Te bloquea y te inmoviliza.

—Lo sé –respondo meditativa.

—Pues no tengas miedo nunca más. No hay batalla que no se pueda ganar peleando.

—Tienes razón —digo—. Gracias, Ada.

Me incorporo. Ella me coge de las manos.

—No estás sola —me dice con una sonrisa—. Y nunca lo vas a estar.

Dejo caer una lágrima. Llevamos ya tres horas revisando leyes, papeles, cosas... Debatiendo, hablando, pensando... Ella se ha tomado muy en serio la tarea de ayudarme. Está muy involucrada y juraría que odia a Álvaro casi tanto como yo.

Suena la puerta, es mi madre entrando en la habitación.

—Raúl está subiendo, acabo de abrirle el portal —me dice.

Miro el reloj. Son las nueve de la noche. Viene a ver a Rocío, como me prometió esta mañana.

Ada y yo vamos al salón. Nos sentamos en el sofá y entonces suena el timbre de la puerta. Mi madre abre y la oigo saludar a Raúl con mucho cariño (casi lo había adoptado como a un hijo). Ella no está de acuerdo con que haya decidido apartarlo de mí y de mi círculo de marrones.

Mi hija, que hasta el momento había estado jugando en el suelo con una pizarrita, se levanta emocionadísima.

—¡Papi! —grita.

Corre hacia él y le abraza las piernas. Raúl la coge en brazos.

—¿Cómo está mi princesa? —le pregunta con su sonrisa.

—Hoy me he hecho pis en la guarde —dice ella con vocecita de arrepentimiento.

Raúl se ríe y yo miro su sonrisa con sufrimiento. Se me había hecho tan natural besarle y abrazarle cada vez que lo veía que ahora tener que contenerme me supone un infierno. Entonces desvía la mirada y sus ojos otoñales se encuentran con los míos, que son de hielo.

—Buenas noches, Bea —me saluda con voz neutra.

Trago saliva. Lo estoy pasando realmente mal. Me levanto del sofá y me voy a mi cuarto. No puedo ver a mi hija tan contenta ni a mi madre tan emocionada por tener a Raúl en casa. No puedo mirarlo a los ojos y darme cuenta de pronto de que he decidido apartarlo de mí.

Me tumbo y meto la cabeza bajo la almohada. Cierro los ojos y entonces me vienen a la cabeza las palabras que Ada me ha dicho hace a penas media hora: "Tienes miedo porque necesitas tener el control de todo lo que ocurre a tu alrededor".

De fondo escucho risas y conversaciones. Se me forma un nudo en el estómago. Y entonces, un rato después, oigo pasos de alguien que se cuela en mi habitación. Se cierra la puerta y noto un peso sobre el colchón.

Alguien me agarra del brazo y me obliga a incorporarme.

—Ven aquí —dice él.

Y me besa. Intento apartarme, pero no me deja. Al final me rindo. Lo necesito como agua de mayo. Necesito sus caricias y poder refugiarme en sus brazos por las noches (aunque sólo haya pasado una maldita noche sin él).

Cuando nos separamos me mira y me sonríe con cierta picardía.

—Te había dicho que...

Me pone el dedo en los labios para silenciarme.

—Ya sé lo que he me habías dicho. Y me da igual.

Entonces se levanta y se va.

¿Cómo hubiese sido si...? /Cristina González 2015Donde viven las historias. Descúbrelo ahora