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Hoy es lunes. Me pongo la bata y compruebo que llevo todo lo necesario: mi fonendo, mi martillo, mi linternita, mi chuletario, mis ocho mil bolígrafos, algo de dinero para el café y un paquetito de galletas. Ah, y Kleenex. Aunque todo junto hace que la bata tenga un peso más que considerable, yo me siento ligera como una pluma. Esta noche he soñado con mi padre y me he despertado con una sensación de paz que hacía mucho tiempo que no me invadía. Sonrío.

El plan de hoy es pasar la planta con Alma. Tenemos dos ingresos nuevos: una chica con una crisis migrañosa y un hombre mayor que ha sufrido un ICTUS de la arteria cerebral media que a duras penas puede hablar. Son los primeros que vemos. Les hacemos las preguntas de rigor. Qué ha ocurrido, desde cuando, cuánto tiempo duró, si fuma, si bebe, si le había ocurrido algo parecido alguna vez. Alma delega la exploración de los pacientes en mí y yo me siento feliz de hacer mi trabajo.

Cuando terminamos de ver a los dos nuevos, escribimos en el ordenador sus evolutivos y pedimos las pruebas correspondientes.

—Ahora vamos a ver al padre de tu chico... ¿Estás preparada? —me dice Alma.

—Sí, lo estoy.

Avanzamos por uno de los pasillos y llegamos hasta unas escaleras. Subimos a la planta superior y nos adentramos en una de las hospitalizaciones. Llamamos a la puerta. Al entrar Raúl nos saluda con cariño y, ahora que Alma ya sabe quién es él, Raúl se permite el lujo de darme un beso en la mejilla ante la atónita mirada de alguien a quien yo no había visto nunca por allí.

—Antonio, soy Alma, la neuróloga... ¿Cómo está? —pregunta mi jefa con una sonrisa.

Antonio que está tumbado con expresión apagada, desvía levemente su mirada hacia Alma.

—Bien... —parece que dice.

—Ha empeorado mucho a lo largo de esta noche, tiene muy mal aspecto... —dice la voz de esa mujer.

Por fin puedo mirarla directamente sin parecer indiscreta. Se trata de una chica joven, como de mi edad, guapísima de ojos grandes y oscuros y una larga melena brillante de color chocolate. De un vistazo veo que se viste entera de marca. Lleva unas sandalias que bien podrían considerarse andamios por los elevadísimos tacones. Me acabo de poner muy nerviosa.

—¿Has pasado la noche aquí? —le pregunto con un tono más severo del que debiera.

Alma se gira hacia mí y me pone ojos de: "tranquilízate Beatriz".

—No, acabo de llegar pero le he preguntado a las enfermeras y Raúl también está de acuerdo conmigo —dice ella con expresión de máxima preocupación.

—¿Y usted es...? —pregunta Alma.

—La... Bueno... Hasta hace poco la nuera —responde titubeante.

—Bien, pues le voy a pedir, si no le importa, que espere un minutito fuera mientras exploramos a Antonio y ahora vuelve a pasar —dice Alma con una sonrisa de cortesía.

Respiro de alivio. Alma siempre es muy elegante. Si la hubiese tenido que echar yo de la habitación probablemente la habría arrastrado de uno de esos tacones y lo hubiese atado a algún palo de colgar los sueros del control de enfermería. Raúl debe de notar que estoy tensa porque me mira con cara de circunstancias. Tampoco él parece feliz de tener que compartir la mañana con su ex. Ella, que también se llama Beatriz, sale de la habitación con cara de digna. Mis músculos poco a poco se relajan y por fin nos centramos en el pobre Antonio, cuya prótesis de cadera de poco le va a servir en los próximos días.

¿Cómo hubiese sido si...? /Cristina González 2015Donde viven las historias. Descúbrelo ahora