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La tarta no es muy grande. He comprado un pequeño rectángulo sobre el cual poner una velita rosa con forma de número tres. Raúl, Ada, mi madre y yo cantamos el cumpleaños feliz mientras Iñaki nos graba un vídeo con su Iphone.

Aplaudimos.

—¡Sopla, Roci! —le digo a la nena mientras ella mira la tarta con cara de velocidad.

Hincho los carrillos para soplar y ella me imita. Al final conseguimos apagar la vela entre las dos.

—Quiero tarta, mamá —dice con mucha propiedad.

Es curioso lo rápido que cambian los niños pequeños. En cosa de un mes mi hija ha pasado de hablar como un neandertal a dar clases magistrales como si fuera un catedrático. Ayer me estuvo contando la historia de Bambi. Le habían puesto la película en la guarde y cuando la recogí estaba llorando a moco tendido porque justo acababa de ver como mataban a la mamá unos cazadores. Tardé dos horas en consolarla. Eso sí, hoy ya no se acuerda de nada. Y menos desde que ha visto esta mañana la tarta. Hemos ido Raúl y yo con ella a comprarla. Le hemos preguntado de qué la quería y Rocío ha sido muy clara:

—Fresa.

Y desde entonces lleva todo el día pidiendo comer tarta. Por eso no le ha entusiasmado nada el ritual del cumpleaños y las velas, porque ella quería comer.

Mi madre trae un cuchillo y parte el rectángulo en seis cuadrados. Me apresuro a poner uno de ellos en el platito de la Princesa Sofía para que mi hija guarreé todo lo que quiera. Me sonríe.

Entonces con su dedito coge un trozo del bizcocho y lo extiende hacia mi boca.

—Para ti, mami —dice con su elocuencia recién adquirida.

Se lo acepto, aunque esté babeado a más no poder. Es lo que implica ser madre: perder todos los escrúpulos que puedan quedarte de la adolescencia (etapa en la cual se pueden llegar a perder muchos de ellos).

—Y otro para ti, papi —le dice a Raúl.

Entonces tanto Ada, que estaba cariñosa y risueña con Iñaki, como mi madre que estaba concentrada en su trozo de pastel se quedan serias y miran a la niña sorprendidas, una vez más.

Raúl se come el cachito de bizcocho que le da mi hija y yo suspiro. Desde luego, si no es su papi, está haciendo méritos como si lo fuera. Porque el que lo es no ha venido en todo el día a felicitar a la niña. Procuro no pensar en ello.

En unos segundos vuelve a reinar la normalidad. Mi madre se va a la cocina para coger las bebidas y Ada nos trae los regalos, que estaban en el cuarto de la nena escondidos. Uno a uno, Rocío los abre y se entusiasma: un juego nuevo de construcciones, otro de plastilinas, y un disfraz de Elsa, la princesa de Frozen.

Media hora después suena el timbre y vienen dos mamás con sus respectivos hijos: Daniela y Lucas. De tres añitos recién cumplidos los dos. Son amiguitos de la guarde a los que decidí invitar para que Rocío pudiera jugar un rato con ellos.

Así, pasamos una tarde muy agradable (aunque la alfombra haya acabado irremediablemente pringada de plastilina y tarta). Abrimos una botella de sidra, de esas que trajimos en semana santa de Asturias, y brindamos. Ada pone algo de música suave de su Ipod en mis altavoces mientras los "mayores" hablamos de todo y de nada (la mamá de Daniela nos cuenta cómo fue cuando le salieron los dientes a la niña, Iñaki nos habla de alguna anécdota del juzgado y Raúl nos hace reír cuando nos cuenta que su perro una vez se comió un billete de veinte euros que él se había dejado encima de la mesa).

Los niños juegan tranquilos y de vez en cuando Raúl me acaricia el brazo sutilmente, arrancándome sonrisas y suspiros. Un par de horas y un par de copas después, comienzan las despedidas. Los niños ya están acelerados (es el estado previo al de caer rendidos) y las mamás nos desesperamos. Se convierte en un reto ponerles los zapatos y abrigarlos con sus chaquetas antes de salir a la calle. Aunque estemos en primavera, por la noche aún refresca un poco y no conviene salir a pecho descubierto.

¿Cómo hubiese sido si...? /Cristina González 2015Donde viven las historias. Descúbrelo ahora