Epílogo

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Álvaro no volvió. Ada habló con su abogado y comprobó con sorpresa que efectivamente, se había retirado completamente de la partida.

Raúl y yo nos casamos en Madrid. Fue una boda íntima en una iglesia pequeña de un pueblecito algo alejado de la ciudad. Mi vestido fue de color crema, veraniego, con la falda hasta la rodilla y con escote de palabra de honor. Procuré que no fuera entallado porque tuve miedo de que mis dos meses de embarazo se notaran demasiado bajo la tela.

Rocío estuvo sentada en el primer banco, junto a mi madre, durante toda la ceremonia y después se encargó de repartir el arroz y los pétalos de rosa entre los escasos invitados: Ada, Iñaki y el bebé de ambos (un niño precioso que costó un parto de doce horas a su madre), dos amigas mías del hospital, la hermana de Raúl y su cuñado y dos amigos más: Enrique y Yolanda que vinieron con Carolina, su hija y Fernando, su compañero de la clínica, amigo de la universidad y hermano de la "otra" Bea. No faltó Alma, a quien le debemos todo. Ella y su marido dieron el toque de humor a la celebración. Trajeron a sus gemelas, que se lo pasaron en grande con mi hija y con Carol, la pequeña de Quique.

Después comimos todos juntos en un restaurante de la zona que tenía un espléndido jardín para que jugaran las niñas y Tony (el perrito de aguas de Raúl, que después sí nos acompañó el resto del día).

Durante el banquete me abstraje un momento de todo y me alejé de la situación para poder observarla de lejos. Intenté coger algo de perspectiva. Entonces vi a mi madre, que reía muy animada mientras Alma le contaba un chiste. Una de las gemelas perseguía a Tony, quien con sus cuatro patitas no alcanzaba para huir de ella. Iñaki miraba a Ada embelesado mientras ella intentaba introducir una cucharada cargada de papilla de frutas al chiquitín. Después miré a Raúl, que estaba enfrascado en una conversación con su hermana. Supongo que hablaban de la madre de ambos... Aunque nunca lo sabré.

Y de pronto, mientras yo observaba lo que ocurría a mi alrededor, se acercó Rocío corriendo y se subió encima de las piernas de Raúl.

Él se sobresaltó, pero rápidamente se recompuso y miró a mi hija con más amor del que jamás podría haberle ofrecido Álvaro.

—Esto es para ti, papi —dijo ella al tiempo que le daba una margarita que habría arrancado de algún rincón del césped.

—Es preciosa, ¿me la regalas? —pregunta él haciéndose el sorprendido.

Ella se ríe.

—Sí, pero hay que ponerla en agua —explica Rocío con propiedad—. Si no, se va a secar.

Entonces le dio un beso en la mejilla y se fue corriendo a jugar. Raúl aún sostenía la margarita en la mano cuando me miró enternecido. Se me escapó una pequeña lágrima de felicidad y él me agarró la mano.

—Si me dejas, me sentiré muy orgulloso de que me consideres padre de tu hija —me dijo al oído—. Te quiero.

Por la noche, llevamos a mi madre y a Rocío a casa. No pude resistirme a quedarme un rato con la nena en su cama hasta que se hubo dormido por completo.

—Venga, marcharos ya, que vais a perder el vuelo —nos espantó mi madre de casa—. Recordad llamadme cuando lleguéis.

La luna de miel la pasamos en Escocia. Allí alquilamos un coche y recorrimos el país de cabo a rabo, buscando rincones especiales, cascadas, montañas y riachuelos. Nos alojamos en hoteles rurales y una vez en un castillo que habían rehabilitado para hostelería. La última noche Raúl y yo hablamos largo y tendido. Del futuro y del pasado. Sobre todo, del futuro.

¿Cómo hubiese sido si...? /Cristina González 2015Donde viven las historias. Descúbrelo ahora