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—Este es papá, Rocío —le digo a mi hija mientras Álvaro la observa con indecisión.

Ella está de pie, a mi lado y mira a su padre casi con miedo. Álvaro es muy alto y está muy serio, supongo que pensará Rocío. Y la nena es tan pequeña... Supongo que él debe de ser como un gigante a sus ojos. Un gigante poco amigable.

Por fin él decide agacharse hasta la altura de su hija de casi tres años (los cumple ya el mes que viene) y le dedica una sonrisa que a mí se me antoja muy falsa (como todo él, que me parece la falsedad hecha ser humano).

—Hola, peque. Me alegro de conocerte —saluda él.

Pero ella no responde. En su lugar, se abraza a mi pierna y me mira acongojada. Supongo que en su cabecita de muñeca sólo se estará preguntando quién es este señor tan grande y qué quiere y por qué mami lo ha llamado papá.

Sobre todo porque para ella papá es Raúl. Aunque le digas que no, le da igual. Sigue llamándolo papi.

—Vamos al salón. Están mi madre y mi mejor amiga, si no te importa.

Él me mira y se encoge de hombros. Entramos en el salón.

En el sofá se sienta a mi lado y mi madre y Ada se encuentran cada en una en un sillón. La situación es muy incómoda y muy tensa. Rocío está en la alfombra y juega con sus construcciones, ajena a todo lo que ocurre a su alrededor, a pesar de que ella es el centro de la conversación.

—¿Entonces quieres que establezcamos un régimen de visitas? —le pregunto.

—Tendría que pensarlo, Beatriz. Esto ha sido también muy repentino para mí y no tengo experiencia ni capacidad para cuidar de una niña pequeña.

—No voy a ser yo quien te obligue a pasar tiempo con tu hija, Álvaro. Tienes derecho, si quieres. Si no quieres, tú te lo pierdes. Ella irá creciendo y algún día preguntará por ti —le hago ver.

—Lo sé —dice él—. Aunque podría probar a pasar una temporada con ella. ¿Querrías que viviese seis meses contigo y seis meses conmigo?

Mi madre y Ada me miran preocupadas. A mí se me acelera el corazón y me tiemblan las manos. Miro a la niña y me imagino cómo sería pasar seis meses sin ella. No, no puedo imaginarlo. Sería como arrancar un pedacito de mí misma.

—No, eso no. Yo prefiero que viva conmigo... A ser posible —digo con la voz temblorosa.

Mal hecho, no debería haberle dejado ver mi debilidad. De pronto percibo una sonrisa oculta en su rostro perfecto y me asusto.

—De acuerdo, Beatriz. También creo que sería justo que te pagase una pensión por ella o al menos contribuir a sus gastos de educación, ropa y comida —dice despacio.

Asiento.

—Me parece bien. Supongo que la cantidad la tendrá que valorar un juez o algo así... —añado, hecha un flan.

—Podríais llegar vosotros al acuerdo que queráis —interviene Ada—. Si no hubiese acuerdo, sí se debería consultar al juez.

La conversación continúa así durante unos minutos más y al final Álvaro y yo nos levantamos, intercambiamos nuestros números de teléfono y yo le acompaño a la puerta. Sé que Raúl está en la cocina, atento a todo lo que se dice. Eso me tranquiliza.

—Bea... —susurra Álvaro en voz baja.

Ahora estamos solos en el recibidor. Todavía no he abierto la puerta. Él se está poniendo su americana y me mira fijamente. Siento una punzada en el estómago. Una punzada de recuerdos agridulces. Recuerdo que una vez estuve enamorada de él. Hubo una época en la que me despertaba pensando en Álvaro y me acostaba después de decirle buenas noches por teléfono. Y ahora...

¿Cómo hubiese sido si...? /Cristina González 2015Donde viven las historias. Descúbrelo ahora