Capítulo XXII Vientos de Cambio Parte II

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Pude estudiar detenidamente al Duque. Vestía un elegante traje blanco, negro y dorado. En el largo cabello oscuro, que llevaba atado, se veían algunos hilos de plata. Por un momento mostró un gesto inconfundible de agotamiento. Se quitó la espada y las pistolas que llevaba encima y las dejó a un lado del escritorio antes de sentarse.

—Quise venir antes pero debía atender asuntos urgentes —dijo mientras buscaba estar cómodo en su silla—. Cuando recibí las cartas de Raffaele y de Maurice quedé muy consternado. Era la primera vez que escuchaba acerca de semejante castigo.

—¿Está diciendo que no tuvo nada que ver? —soltó Miguel alterado.

Su tío lo observó de una manera enigmática, luego cerró los ojos, juntó las manos, mientras mantenía los codos apoyados en los brazos de su silla, y aspiró profundamente. El gesto me pareció el de un hombre cansado preparándose para otra batalla.

—Temo que soy el principal culpable de tu tortura, aún cuando nunca lo supe ni apoyé a tu madre —declaró.

—¡¿Qué dices, padre?! —gritó Raffaele saltando de su silla—. Me aseguraste que no tenías que ver en eso.

Miguel también se puso de pie. Ya no temblaba de miedo sino de ira. Maurice aferraba los brazos de su silla mirándolos preocupado. Tuve la impresión de que él ya había anticipado esta conversación y la reacción en sus primos.

—Raffaele, —empezó a hablar el Duque imponiendo silencio y fijando la mirada en su hijo— después que confesaste tu amor por Miguel y te prohibí continuar la relación, me desafiaste marchándote sin decir a dónde. Yo no sabía qué hacer; opté por escribir a Pauline y contarle todo. Le sugerí que obligara a Miguel a contraer matrimonio cuanto antes y prometí que yo haría lo mismo contigo. Nunca le pedí que hiciera daño a su propio hijo, lo juro por todo lo que considero sagrado. Por desgracia, igual soy culpable. Debí imaginar que ella actuaría de esa forma, la conozco desde niño y padecí su horrible personalidad durante muchos años. Así que debo pedirte perdón, Miguel —inclinó la cabeza ante su sobrino—. Si yo no le hubiera informado a tu madre, ella nunca te habría torturado como lo hizo.

—¿Quiere que le perdone? —Miguel golpeó el escritorio con las palmas abiertas quedando frente a frente con su tío—. ¿Tiene idea de lo que me hizo mi propia madre por su culpa?

—No —respondió con tristeza—. Aunque Raffaele y Maurice me lo han descrito, no puedo imaginar lo que has sufrido.

Su sobrino se quitó los guantes y expuso sus manos ante él. Las cicatrices de cortaduras y quemaduras seguían siendo igual de espantosas.

—No es posible —exclamó horrorizado levantándose para tomar entre sus manos las de Miguel, como si no le bastara con verlas para convencerse—. ¿Cómo pudo hacerte algo así?

—¡No finja que lo lamenta! —gritó Miguel apartando sus manos con violencia—. ¡Sé que me odia por haber seducido a su hijo!

En un arrebato se apoderó de la espada y la dirigió contra su tío. Él lo contempló sin perder la calma. Volvió a sentarse y exclamó lanzando un suspiro:

—Jamás pensé tal cosa. Conozco a Raffaele muy bien, estoy seguro de que fue él quien te sedujo —Miguel se sonrojó y su amante no pudo reprimir una sonrisa culpable—. Lo único que quería era que los dos entendieran su situación. Ambos son herederos de un ducado y tienen obligaciones. Lamentablemente, hice que todo empeorara.

Se levantó de nuevo con una expresión resuelta. Rodeó el escritorio y fue a colocarse ante Miguel. Sujetó la punta de la espada y la dirigió hasta su pecho.

—Reconozco que he sido el causante de todo tu dolor, aceptaré cualquier reparación o castigo que exijas.

Sin pensarlo me levanté para detener a Miguel. Raffaele también iba a intervenir. Maurice se llevó las manos a los oídos, aquello era más de lo que podía soportar. Miguel soltó la espada, cubrió su rostro y comenzó a llorar con amargura.

Engendrando el Amanecer IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora