Capítulo XXIII El Duque de Alençon. Parte I

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Todas nuestras preocupaciones, todas nuestras conversaciones, todo lo que ocurría en el Palacio por esos días, quedó monopolizado por el Duque. Su presencia fue apoderándose de los rincones más recónditos, hasta convertirse en el centro de nuestra atención.

Su hijo y sus sobrinos experimentaban un reencuentro con alguien a quien amaban y que resultaba trascendental para sus vidas. En el caso de Miguel, se trataba de quien más había temido y que descubría ahora como un aliado. En cuanto a mí, me encontraba fascinado ante una persona completamente singular.

Philippe era un hombre carismático, sin duda. Rompía todas las imágenes que me había hecho de él. No esperaba que el misterioso Duque de Alençon fuera alguien jovial, dueño de una elegante naturalidad y de un irresistible encanto, que sonreía la mayor parte del tiempo y acariciaba con la voz. Sin embargo, a la vez, todo el tiempo, absolutamente todo el tiempo, la tristeza anidaba en sus bellos ojos.

Para mi asombro, seguía siendo una incógnita a pesar de tenerlo en frente. ¿Quién era realmente Philippe de Alençon? Sabía que era el heredero del viejo Duque Serge, el hermano de la implacable Severine, de la inquietante Thérese y de la siniestra Pauline. ¿Tenía alguna semejanza con ellos, además de su aspecto? ¿Y cómo olvidar a su madre loca y su pequeña hermana díscola? Parecía mucho pedir que no tuviera algún problema de carácter con semejante familia.

Necesitaba aceptar que aquel hombre que tanto me fascinaba era un Alençon y, como todo Alençon, poseía una cuota equiparable de luz y oscuridad. Debía prepararme para quedar aterrado por sus sombras, lo mismo que ya estaba deslumbrado por su resplandor.

De hecho, desde los primeros días de su llegada, ya había visto algo de sus lados opuestos. Con su hijo y sobrinos dejaba al descubierto sus sentimientos más cálidos. Se desvivía por complacer a Maurice, y asegurarse de que su relación no se hubiera deteriorado. Conmovía ver cómo se contenía para no apabullar a su sobrino con su desbordante cariño.

Por otro lado, aunque se mostraba amable con toda la servidumbre, se volvía en extremo odioso hacia Agnes. La anciana quedó reducida a una sombra en el palacio. Philippe nunca la miraba o dirigía la palabra. Ella evitaba hacerse notar. Algo extraño pues, según Madame Rose, la anciana había sido su nana.

En Versalles todo lo que se hablaba de él parecían leyendas. La mayoría lo admiraba por su inteligencia, elegancia y riqueza. También había escuchado a algunos hablar de él con temor. Nadie se atrevía a decir que lo odiaba, aunque probablemente así fuera, en especial los que debían dinero a los Alençon desde los tiempos del Viejo Duque.

Como enemigo era temible. Según decían Raffaele y Pierre, era capaz partir un hombre en dos con su espada o de ponerle una bala entre los ojos sin importar la distancia. Aquello lo tomé siempre como exageraciones. Pero, en cuanto a sus otras armas, yo mismo pude confirmar que poseía una gran astucia para manipular a cualquier persona o tornar una situación a su favor.

Mientras más sabía, más quería saber sobre él. Así que abrí los ojos, agudicé los oídos y conseguí buen vino. Lo que no descubriera por mí mismo, se lo sacaría a Pierre.

Para mi sorpresa, el Duque me siguió considerando interesante y útil. Cosa que me permitió estar más cerca de él de lo que esperaba. Una mañana tocó a mi puerta muy temprano, para invitarme a cabalgar.

—Maurice está haciendo sus oraciones y los otros duermen. ¿Podría acompañarme?

¿Cómo podía negarme? Confieso que le seguí encantado. Recorrimos los bosques hablando trivialidades, atravesando senderos que yo no conocía. Terminamos cerca de París.

—Hemos acortado mucho camino —dije asombrado.

—Vamos a cabalgar hasta la ciudad —sugirió sonriente—, acabo de recordar que tengo un asunto pendiente.

Engendrando el Amanecer IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora