Capítulo VII Un Idilio Sin Florecer

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Durante el viaje Maurice se mostró entusiasmado por la hermosa vista que nos ofrecía la campiña. Uno de los rasgos sobresalientes de su carácter era la fascinación por la naturaleza, por eso resultaba fácil comprender que al conocer la selva guaraní se produjera en él un "enamoramiento" y que estuviera constantemente ponderando su paraíso perdido.

—¡Es un lugar asombroso! —solía decir.

Yo intuía que eso también significaba que todo lo que tenía a su alrededor le resultaba menos atractivo. Intenté demostrarle muchas veces que no había lugar en el mundo más bello y privilegiado que Francia; fue en vano, su corazón estaba cautivado y la distancia contribuía a que siguiera idealizando el Paraguay hasta elevarlo a lo inalcanzable.

Cuando llegamos a París, descubrí con gran sorpresa que Maurice la odiaba. ¡La más bella ciudad de toda Europa le producía repugnancia! La culpa era suya: , tenía la manía de fijarse en aquello ante lo que todos desviábamos la mirada.

Mientras yo le mostraba la belleza de sus edificios, él se fijaba en el creciente número de miserables que deambulaban por las calles. París, la bella, era también la despiadada. Yo no veía esta cara oscura y él se negaba a reconocer su rostro luminoso.

—Es probable que mi padre no se encuentre aquí—me advirtió cuando el carruaje cruzó las verjas del palacio de los Gaucourt—. Descansaremos hoy y continuaremos hacia nuestra villa mañana.

—Es raro que prefiera estar en el campo en esta época del año.

—Desde que el escándalo de su amante se corrió por París y Versalles, permanece lo menos posible en la ciudad —parecía que estaba saboreando vinagre mientras pronunciaba esa frase.

—Pero hace años que madame Virginie le acompaña... —dije pensando en voz alta, luego me arrepentí porque era un tema incómodo.

—Así es, pero el año pasado fue amonestado públicamente por mis tíos en Versalles y comenzó a ser repudiado por toda la nobleza.

—¿Tus tíos? ¿Te refieres a los hermanos de tu madre?

—Sí, nada menos que el duque y la monja. Estoy seguro de que ella debe haber influenciado a tío Philippe, ya que él no se había inmiscuido en este asunto antes. Por supuesto que la situación en sí misma es escandalosa, no por la edad de Virginie o porque es de la baja nobleza, sino porque mi padre la ganó en un juego de cartas.

—Algo escuché sobre eso, creí que era un rumor.

—Pues es la desagradable verdad: Virginie fue apostada por su propio padre cuando ya no le quedaba nada más que perder y el idiota del mío la ganó. Una situación indignante —se quedó en silencio unos segundos y, cuando se disponía a bajar del carruaje, agregó con tristeza—: Lo único que me consuela es saber que mi madre no llegó a enterarse de esto.

La historia de la joven utilizada de semejante manera me dio vueltas en la cabeza el resto del día, incluso creo haber soñado esa noche con la escena en la que un hombre entregaba a su hija para saldar una deuda de juego y otro hombre, padre de familia también, la recibía y la introducía en su alcoba. Era un espectáculo estremecedor, fue fácil compadecer a la hermosa Virginie.

Cuando llegamos a la villa, al día siguiente, noté que mi amigo se mostraba respetuoso y cortés con la sustituta de su madre. Supuse que también debía sentir compasión por la pobre joven.

Durante varios días estuve reprimiendo el impulso de volver sobre el tema, hasta que una tarde vimos a Théophane y a Virginie desde una ventana del segundo piso, los dos caminaban del brazo a la sombra de los árboles; parecían más padre e hija que dos amantes.

Engendrando el Amanecer IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora