Vienna dejó el teléfono móvil en el asiento de acompañante y aminoró para poder contemplar el tranquilo paisaje. Le encantaba la escarpada ladera sur de los montes Berkshires. Cuando era niña, su padre solía parar en los grandes almacenes de Monterey en los trayectos de ida y vuelta. También hacían excursionismo en el meandro del estanque Benedict y Beartown. Su madre detestaba pasar tiempo al aire libre. Lo único que tenían que hacer Vienna y su padre era sacar las botas de montaña y las mochilas y Marjorie enseguida se buscaba alguna excusa y alegaba estar ocupada para perder todo el día explorando un árido bosque de pinos.
La mujer suspiró; añoraba a su padre a todas horas, aún más desde que la responsabilidad de llevar Industrias Blake había caído sobre sus hombros. De pequeña nunca había entendido por qué su padre pasaba todo el día en la oficina y cuando volvía a casa seguía trabajando en el estudio.
Ahora se preguntaba cómo había logrado compaginar su vida tan bien. Para ella era una lucha poder ir a comer con su madre y, en lo que respectaba a su vida personal, para cuando acababa de trabajar al final de la semana estaba tan agotada que lo único que quería era apoltronarse en el sofá con un buen libro.
Intentó recordar la última vez que había tenido una cita apasionada. ¿Hacía dieciocho meses? No tenía relaciones de verdad, sólo aventuras y citas en serie con mujeres a las que nunca llagaba a conocer. No estaba segura de dónde se conocían las felices parejas de lesbianas en la treintena. Ya le había parecido bastante complicado en la veintena. Había tenido una relación seria en su último año de máster en Harvard, pero la presión de los estudios había condenado su romance. Su intento siguiente de mantener una relación amorosa a distancia había durado menos de un año.
Después de aquel fracaso, Vienna se había conformado con las citas sin compromiso, esperando que el día menos pensado, la Señorita Perfecta aparecería en su vida. Lista, atractiva e independiente. Sin embargo, de repente todos sus conocidos empezaron a conocer a sus medias naranjas y a quedar con otras parejas. Los escasos amigos cercanos que sabían que era lesbiana intentaban arreglarle citas con hermosas mujeres solteras, pero lo que había sido un desfile continuo de compañeras potenciales se había reducido a un chorrillo patético poco después de cumplir los treinta. Parecía que todas las buenas ya estaban cogidas.
Seguramente tampoco ayudaba mucho que siguiera con un pie dentro del armario y fuera muy cauta. Vienna sabía que era un buen partido para cualquiera que estuviera más interesada en la parte material que en la emocional, así que intentaba evitar hablar de su pasado. No era fácil acercarse a alguien cuando era reacia a invitar a su casa a las mujeres con las que salía. Enseguida empezaba a preguntarse si escondía algo y, al cabo de unas cuantas citas, si eran agradables de verdad, Vienna no quería insultarlas admitiendo que no había confiado en ellas.
Deseaba que alguien llegara a importarle lo suficiente para hacer el esfuerzo de abrirse, pero las mujeres que más le gustaban eran mujeres que preferiría tener como amigas. Con sólo treinta y dos años, no quería creer que fuera desgracia en el amor, pero eso era precisamente lo que empezaba a parecer. Lo peor era que, siempre que intentaba imaginarse un futuro romántico, el rostro que le devolvía la mirada entre las brumas de la fantasía era el de Mason Cavender. Aquel maldito primer beso la atormentaba como una mala tonadilla: cuanto más trataba de borrarlo de su memoria, con más ahínco se grababa en su cerebro.
Enfadada consigo misma por haber dejado que sus pensamientos volaran en esa dirección, Vienna pisó el acelerador y adelantó a un idiota en un enorme SUV que iba a cincuenta kilómetros por hora. En cualquier otro momento habría parado en Monterey, por los viejos tiempos, pero no estaba de humor, así que tomó el desvío a Tyringham. La serenidad azul del lago Garfield siempre la sosegaba, porque significaba que sólo estaba a veinte minutos de casa. Los árboles estaban cambiando de color muy rápidamente y se vestían con el esplendor del otoño. Los arces estaban pintados de rojo y dorado y los amarillos sauces bordeaban praderas de pálido verde aceituna. A lado y lado de la carretera había matas de solidago y áster y las hortensias japonesas habían florecido en los jardines por los que pasaba.
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El jardín oscuro.
RomanceNovela de Jennifer Fulton. Espero les guste, es una de mis favoritas.