12. Caballeros Templarios

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Los caballeros Templarios u Orden del Temple fue fundada en Jerusalén, en 1118, por nueve caballeros franceses. De carácter religioso y militar, su denominación oficial en los inicios era la de Orden de los Pobres Caballeros de Cristo. Después de la primera cruzada, que culminó con la conquista de Jerusalén en 1099, se instalaron en el palacio del recién elegido rey Balduino I, cuando éste lo abandonó para fijar su trono en la Torre de David en 1100. Este palacio antes había sido la Mezquita de Al-Aqsa, enclavada en lo que en su día había sido el recinto del Templo de Salomón. Sus instalaciones pasaron a ser propiedad de los Pobres Caballeros, siempre conocidos por un nombre asociado al enclave de su primitiva residencia: Los Templarios.

Los nueve caballeros que habían participado en la cruzada, dirigidos por Hugo de Payens, pariente del conde de Champaña, manifestaron al rey su deseo de quedarse a defender los Santos Lugares y a los peregrinos cristianos que a ellos iban. Balduino envió cartas a los Reyes y Príncipes más importantes de Europa para recabar apoyo a la nueva Orden que había sido bien recibida por el poder civil y por el eclesiástico; el mismo Patriarca de Jerusalén fue el primero en aprobarla canónicamente.

Con la ayuda del abad Bernardo de Claraval, sobrino de uno de los nueve caballeros fundadores, André de Montbard, una pequeña delegación encabezada por su gran maestre, Hugo de Payens, hizo un recorrido por las cortes europeas para recibir ayuda y apoyo. Fue Bernardo de Claraval el que dictó su regla y el que escribió De laude novae militiae (De la alabanza a la nueva milicia). Se convocó el Concilio de Troyes (Francia), durante el cual se redactó la regla de la Orden, basada en la de San Benito reformada por los cistercienses, de los que también se adoptó el hábito blanco, al que se le añadió una cruz roja posteriormente. El Papa Honorio II le dio su aprobación pontificia en el 1128.

Los privilegios de la orden fueron confirmados por las bulas Omne datum optimun, 1139, Milites Templi, 1144 y Militia Dei, 1145. En ellas se concedía a los caballeros del Temple autonomía formal y real respecto a los Obispos; sólo respondían a la autoridad del Papa. Se les excluía de la jurisdicción civil y eclesiástica, se les permitía tener sus propios capellanes y sacerdotes pertenecientes a la Orden, podían recaudar dinero y obtener bienes de diversas formas y maneras. Tenían, por ejemplo, derecho al óbolo, que eran limosnas que se entregaban en todas las iglesias una vez al año. Poseían derechos sobre las conquistas en Tierra Santa. Podían construir fortalezas (castillos) e iglesias propias. Si bien al principio estos caballeros se dedicaron a escoltar únicamente a los peregrinos en Tierra Santa, pronto empezaría la gran expansión de los pauvres chevaliers du temple (pobres caballeros del temple). Cincuenta años después ya se habían extendido por Francia, Alemania, el Reino Unido, España y Portugal, con una no cuantificable riqueza y poder, que tendría un efecto multiplicador según los años pasaban. Cien años después de su fundación, hacia el mil doscientos veinte, era la Organización más grande de Occidente en todos los sentidos, desde el militar hasta el económico, con más de nueve mil encomiendas repartidas por toda Europa.

La encomienda era una especie de banco, donde los comerciantes que estaban en Tierra Santa, por ejemplo, ingresaban su dinero en una encomienda y con un documento de la Orden, especie de letra de cambio o cheque, podía retirar su dinero en otra encomienda distinta y así evitaban el riesgo de ser robados en los caminos, nada seguros en aquella época. Por este servicio la Orden cobraba una comisión, como lo hace hoy día la banca. Los peregrinos también hacían eso mismo, depositar en una encomienda y recoger en otras, a cambio del pago de la respectiva comisión. Pronto el número de caballeros llegó a la cifra de unos treinta mil, más los siervos, escuderos, artesanos, campesinos dependientes. Se elevaba a más de cincuenta el número de sus castillos y fortalezas en Europa y Oriente Próximo. Es más, tenían flota propia, anclada en puertos propios en el Mediterráneo y en la Rochelle, en la costa atlántica de Francia. Fungían, además, de prestamistas a los reyes y príncipes europeos de su propio y abundante Tesoro.

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