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La dulce señora Morgan

Cuando llegué a calle 12 disipé a la señora Morgan y me dirigí hacia ella. Yo vivía al final de calle 13. Con la señora Morgan no me era difícil mantener conversación. Es más, me entretenía mucho hablar con ella y todo fluía armónicamente. A veces filosofábamos sobre el más allá. Ella decía que no le quedaba mucho para pisarlo y yo, con naturalidad, le contestaba que si podía regresar de entre los muertos lo hiciera y me contara si al final estábamos en lo cierto.

"Yo creo que tras la muerte somos arrojados a nuestra propia utopía, por eso no volvemos. Tal vez es como un sueño interminable, un buen sueño" me decía ella, optimista. "Y tal vez nos quedamos en ese plano hasta que encontramos otra vía para renacer, otro cuerpo. Quizá esa es la razón por la que a veces conocemos a alguien y sentimos que en otra vida ha sido muy importante, o al revés. ¿Cree en el odio a primera vista, señora Morgan?" le respondía yo planteando más cuestiones a su vez. Nos explotaba la cabeza.

— Hola cielito, hoy has venido muy pronto. — me dijo con su voz delicada y vibrante.

— Sí, porque no he pasado por casa para dejar las cosas. He tenido un examen. — Sonreí sin enseñar los dientes a vísperas de que, como siempre, me desplegase una silla para sentarme a su lado. Cabe mencionar que Morgan trabajaba en la calle, en un pequeño puesto que ella misma se había montado, por eso su esfuerzo resistiendo las temperaturas más heladas era digno de admirar y yo lo hacía.

— Y supongo que has llenado la hoja...

— Supones bien. Además, he pedido un par más. Tengo la mano hecha polvo.

— Estoy muy orgullosa... — Ascendí los hombros y suspiré sin hacer ningún ruido.

Morgan era como aquella madre de ensueño, aunque tuviese alrededor de unos setenta años.

— Al salir de clase me han invitado a una obra de teatro, pero...

— ¿Pero?

— Tadáan, aquí estoy.

Morgan me miró y frunció el ceño. Sí, me miró, porque a pesar de ser ciega sabía, por el olfato, dónde me encontraba y, por intuición, reconocía la posición de mi rostro. Yo me eché hacia atrás e hice una mueca. ¿Se había enfadado? ¿por qué? yo lo había hecho para no dejarla sola.

— ¿Qué? — musité.

— ¿Por qué rechazaste la invitación, niña?

— Porque... no sé. — De repente me sentí tan estúpida por haberlo hecho. Ana sólo había tratado de ser amable y yo, lo de siempre, había resultado ser una borde.

— Tienes la oportunidad de hacer amigos de tu edad y dices que no. De eso no estoy orgullosa.

— Pero... no sé. No les caigo bien, no sé por qué me invitan... Me-me da mala espina. — tartamudeé por culpa de los nervios.

— Ve, Panda. — Me dio un golpecito en el muslo desnudo—. Ey ¿qué haces así?

— ¿Eh? — Fruncí el ceño aturdida.

— Hace demasiado frío como para que... — Buscó tela sobre mi pierna—. lleves vestido. ¿De qué color es?

— Amarillo. Y tengo una chaqueta gorda en la mochila.

— ¿Solo amarillo?

— Con margaritas...

Quedó en silencio y se frotó las mejillas sentándose correctamente. En Rätsel siempre hacía frío, es cierto, pero el cuerpo de sus muchos habitantes había terminado por adaptarse con los años. La evolución y sus cosas. Los turistas, en cambio, no aguantaban ni una mísera semana en aquél pueblo. Declaraban que salían volando a sus lugares de origen en cuanto nuestro frío les penetraba la piel. Vivíamos en un invierno perpetuo que, para mí, era bonito. Adoraba la nieve. Me parecía tan blanca, tan pura.

— ¿No tienes frío? — preguntó con cierta seriedad y yo me sentía su hija.

— Para nada, vengo deprisa. Además, más abajo... — Le cogí del brazo e hice que me tocase la zona de los gemelos—. Tengo medias... y son largas.

— ¿De qué...

— Negras. — Interrumpí con una sonrisa.

La señora Morgan siempre me hacía ese tipo de preguntas para imaginarme. Decía que en su cabeza yo era una chica preciosa y eso solo me llevaba a desear, egoístamente, vivir en un mundo ciego.

— No he sentido piel de gallina así que, por esta vez, perdono que hayas salido a la calle tan fresca. — soltó una suave y agónica risa acompañada de dos tosidos secos—. Ahora hazme el favor y acude a la dichosa obra de teatro. Te divertirás.

Me dolió en el alma dejarla sola aquella tarde y no poder observar a la pandilla que, justo cuando me levanté para irme, llegó a la acera de en frente. La chica y el pelirrojo desteñido siempre salían de una caravana vieja y a punto de dar su último arranque. Los otros les esperaban al fondo de un estrecho callejón sin salida. Jamás había entrado, pero intuía que ahí era donde vivían o, mejor dicho, sobrevivían. Como perros fuertes, rabiosos y fieles. Azotados por la vida sin ningún tipo de piedad.

Diré que sobrevivíDonde viven las historias. Descúbrelo ahora