Verdad 3: La desesperanza no te lleva a buen puerto

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Cruzó la calle, traspasó el umbral y lo recibieron con una sonrisa.

Una de las rosas rojas que llevaba fue entregada a Amelia, quien correspondió con una dulce sonrisa. Luego, caminó a paso lento hacia la habitación que tanto anhelaba visitar todos los días. Porque en ella vivía, desde hacía veinte años, y por voluntad propia, la mujer que amaba. La única a la que había amado siempre.

– Llegaste dos minutos tarde.

– Lo lamento, su señoría. Disculpará, pero vi a mi sobrinastro corriendo por la calle.

– Lo sé. Te estuve espiando ―Gloria le señaló la silla vacía. Él la jaló hacia la cama y se sentó frente suyo, entregándole las flores. Los ojos pardos lo miraban fijamente, pero se desviaron un instante para colocar el ramo en un florero ya preparado para el fin. Le habló mientras terminaba de acomodarlas― supongo que estuviste piropeando a todas las mujeres que te encontraste en el camino.

– Así es.

– Eres un descarado.

– Viejo verde, me llaman. Pero sabes que, aunque no pueda cambiar, eres la única mujer que me mantiene vivo ―Gloria se ruborizó. Su rostro se proyectó hacia el piso. Consciente de que ese acto decía en sí mismo aquello que él deseaba escuchar desde hacía dos décadas, prefirió no incomodarla. Ya llegaría el momento... Esperaba que antes de su muerte― hoy, tuve dos pacientes, una mujer y un hombre. Vinieron porque no pueden tener hijos...

– ¿Eran pareja?

– Sí. Estaban a un paso de divorciarse ―jugueteó con los botones de su saco― entonces, les conté la historia de Kotaro y Kuntur ―lo miró. Una vez más sus ojos le estaban gritando que la amaba. Su corazón, que por culpa de la Edad Engañosa era aun muy joven, se agitó, alcanzando la misma velocidad de los latidos del viejo y cansado corazón de Sixto, el hombre que había logrado hacer que se olvidara de Samuel― y decidieron quedarse juntos para siempre y adoptar un niño...

– ¿A ese grado los inspiró la historia de los chicos? ―su intuición le dijo que en ese relato había gato encerrado. Era poco usual que el hombre que tenía al frente no incluyera en su plática una broma o dos, como mínimo.

– La verdad, no. Cuando terminé de contarla me miraron como si fuera un perro con distemper y salieron del consultorio ―Gloria no pudo evitar reír. Sixto siempre la hacía feliz, con esos pequeños detalles. Con su sola presencia, ella se sentía en el cielo.

– Incluso les tuve que devolver el valor de la cita. No importa, si hubiera estado con ellos no podría haber venido a verte ―quedaron en silencio. Ella ya sabía lo que vendría a continuación, porque era casi una ceremonia diaria― ¿ya me tienes una respuesta?

– ¿A qué? ―fingió, como siempre, confusión.

– A la pregunta que te hice hace veinte años, ¿me amas o no? ―ella se puso de pie y caminó hacia la puerta, según su costumbre.

Quedaron en silencio por espacio de cinco minutos.

Cuando entendió que no obtendría su respuesta ese día tampoco, Sixto sonrió, pero no con frustración ni derrota. Aun esos ojos celestes conservaban el brillo de esperanza completamente intacto.

– Bien, en dos meses podré decir "veintiún años", es decir, mi pregunta alcanzará la juventud, creo. No importa, esperaré, princesa. Ya sabes que yo no me rindo ―se puso de pie y caminó hacia ella. Besó su cabellera, que por obra de la Edad Engañosa era aun negra y siguió de largo― hasta mañana, mi amor.

La Edad Engañosa (Novela Original - Pub. en físico)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora