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La ninfa Alia era la más bella de todos los reinos. Júpiter se enamoró de ella en el instante en el qué contempló cómo el rocío de la mañana levitó rodeando su cuerpo para hacerla destellar. Ella rebosaba pureza y dulce inocencia. Era única. La vida que creció en su vientre selló su amor.

Júpiter estaba casado con Juno, que, harta de sus infidelidades, quería que la ninfa desapareciera llevándose con ella el fruto de su adulterio. Creía que así Júpiter se olvidaría de ella y volvería al hogar conyugal.

Presa por los celos, Juno contactó con Anu, el dios sumerio del cielo, que clamaba venganza contra Júpiter por haber acabado con la vida de su hijo Enlil. Ella le tentó haciéndole entender que matando a la mujer que Júpiter amaba y a su hijo no nato le partiría el corazón y, de ese modo, sabría lo que era el verdadero dolor. Anu arrancó de las entrañas de la ninfa al bebé que esperaba y a ella la torturó hasta su último aliento.

Ya en el panteón sumerio Anu miró con desprecio al recién nacido con intención de matarlo. Era una niña de piel blanca y reluciente, su  cabello era dorado y sus ojos grandes y de un intensísimo azul. 

Incapaz de matarla la entregó a una de sus esclavas que acababa de dar a luz.  Adra sería una sirvienta más pero, a petición de Anu, sería tratada con dureza. Había llegado a la conclusión dé qué la muerte habría sido un castigo muy liviano para ella. Sería mejor que sufriera durante toda su vida ya que él sufriría el dolor de la pérdida de su hijo para toda la eternidad.

La pequeña Adra se crió en las cocinas, sirviendo desde que se tuvo en pie. Por su procedencia, era muy diferente al resto de esclavas y eso le bastó a los demás para despreciarla más si cabe. No tenía un adulto que la protegiera, una madre que velara por ella. Siempre era la última en comer, eso si, si los amos habían dejado algo en sus platos.

Adra vestía con harapos y lucía sucia y llena de moratones a causa del duro trato que le daban. Su pelo siempre estaba enmarañado y grasiento por la falta de higiene pero aún así ella tenía un brillo especial.

Un día, Enki, el hijo pequeño de Anu, se escabulló hasta las cocinas del templo para calmar su voraz apetito. Era habitual que las frecuentara, pero, por acercarse la hora de la comida, ese era un momento de gran actividad. Adra, que contaba con apenas cinco años, cargaba con una vasija llena de agua que la cocinera le había pedido y, después de tropezar, el agua rebosó del recipiente. Por tal acto fue castigada con un severo golpe que la hizo estrellarse contra la pared. La pequeña permaneció unos instantes en el suelo, arrodillada, no se permitía llorar ya que no había nadie que la consolase. Enki se detuvo frente a ella y le tendió la mano para ayudarle a levantarse.

-¡Abrase visto que desfachatez!  ¿Cómo se te ocurre tocar al pequeño amo?- gritó una de las esclavas más ancianas antes de propinarle un nuevo golpe.

-¡Déjala!- le ordenó Enki que, aunque tan sólo contaba con seis años, sabía imponer su autoridad. La esclava le obedeció en el acto.


Era la primera vez que Enki veía a Adra. Ella tenía una apariencia muy distinta al resto de sus súbditos. Jamás había visto a alguien cómo ella. La piel de los habitantes de su reino era morena, curtida por el sol, y sus cabellos y ojos eran oscuros, cómo los del mismo Enki. Adra tenía la piel pálida y reluciente, su pelo brillaba cómo el oro y sus ojos tenían el color del cielo en un día despejado. Que fuera tan diferente le llamó poderosamente la atención. 


Enki acarició su brazo y detuvo su mano sobre la de ella. Le gustó cómo la pequeña mano de Adra resaltaba sobre su piel morena. Con el dedo pulgar limpió la mancha que ella lucía en su mejilla. Se sonrieron.


A partir de ese día Enki bajaba diariamente a las cocinas  en busca de su amiga. Jugaban juntos y planeaban travesuras. Los dos disfrutaban del tiempo que pasaban juntos.


Pasados unos días, durante la cena, Enki  escondió comida entre sus ropas. Quería ofrecérsela a Adra. Su padre observó el gesto y, tras dar por acabado el ágape, siguió a su hijo para averiguar que estaba tramando.


Enki bajó a las cocinas y encontró a Adra sentada en el suelo comiendo con las manos.  Le apenó encontrarla así y la invitó a subir a sus aposentos. Los niños subieron a la planta principal y, ocultándose a cada paso, llegaron a los aposentos de Enki. Compartieron la comida y Enki incitó a Adra a saltar sobre su cómodo lecho. Estaban disfrutando y riendo cuando Anu se adentró en la estancia enfurecido.

El dios sumerio agarró a la niña por el brazo y la soltó en un rincón.  Enki y Adra estaban muy asustados cuando él y su padre se situaron frente a ella. Anu no podía permitir que Enki tratara a Adra cómo a una igual.


-Enki, ¡Adra será tu esclava!- dictaminó. Así impediría que ellos tuvieran un trato normal.

Esa fue la última vez que Adra miró a los ojos a Enki con libertad.

Anu le colocó a Adra un collar de esclava que selló con una cerradura mágica. También conjuró sobre ella un hechizo de infertilidad para qué, en un futuro, su hijo pudiera poseerla a placer sin engendrar bastardos.

Anu adoctrinó a Enki en el trato a Adra. Cada orden que ella no cumplía a su gusto era razón para que Enki fuera golpeado por su padre por lo que Adra aprendió con rapidez. No quería ver sufrir a su amigo. Si Enki no la llamaba debía permanecer todo el día de rodillas en un rincón. Jamás debía alzar la vista del suelo si no se lo ordenaban. Llamaría a Enki amo para siempre y le pediría permiso para hablar, comer o cualquier otra acción antes de realizarla.


LA DIOSA ESCLAVADonde viven las historias. Descúbrelo ahora