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-¡Si mi mujer se ve obligada a abandonar el templo yo me iré con ella!- exclamó Enki enfurecido.

-Hijo, ¿Es qué quieres desencadenar una guerra?- le recriminó Anu.

-¡Adra ya no es una diosa romana, es mortal, y por lo tanto libre de residir donde le plazca! ¡Aquí ha crecido y vivido! ¡Este también es su hogar!- aseguró Enki antes de marcharse, dando un sonoro portazo, de la estancia donde discutía con su padre.

Anu consultó con la diosa madre Tierra la posición en la que quedaba Adra ahora. Realmente, ya no pertenecía al panteón romano. Ya no era una deidad aunque seguía siendo la hija de Júpiter. Como el dios romano no se había manifestado al respecto, la diosa madre Tierra dedujo que la presencia de Adra en el templo sumerio no resultaría motivo de disputa.


Anu se debatía internamente a causa de la situación. Una parte de su corazón aún odiaba a Adra. Ella seguía siendo la hija de su gran enemigo, el asesino de su hijo. Él la raptó cuando se despertó a la vida con la intención de hacer de su existencia un infierno. En cambio ella era el cielo de su hijo, la única cosa que le hacía feliz en este mundo. Todavía recordaba con desasosiego los primeros días en que él estuvo separado de ella. Enki se había intentado encaminar a la muerte dejando de comer, aislándose, apagando su llama interna lentamente. Su hijo no concebía la vida sin Adra.


El hecho de qué el primer vástago de su hijo fuera el fruto de un mestizaje sin precedentes entre un dios sumerio y una deidad romana le tenía absorto. Le preocupaba que su nacimiento supusiera una deshonra para su linaje, un motivo de conflicto en el seno del panteón sumerio. ¿Tratarían, tanto los dioses sumerios cómo los romanos, de acabar con la vida de semejante ser? ¿Su dinastía se vería interrumpida por ese pequeño?


Él, Anu, el dios sumerio de los cielos, iba a ser abuelo. Contemplaría cómo otra criatura, sangre de su sangre, corretearía por los pasillos del templo. Él que, tras la pérdida de su esposa y su hijo Enlil, jamás se planteó tener más descendencia, jamás pensó que trasmitiría sus conocimientos, su experiencia de vida, a otro miembro de su familia.


La partera más antigua de la ciudad les anunció que, por el aspecto que lucía Adra, su vástago sería varón. Enki y ella decidieron, con el beneplácito de Anu, que su hijo se llamaría Anki.


Desde el panteón romano Júpiter observaba resignado cómo su hija prefería permanecer junto a Enki antes que a su lado. Como vivía cómo sumeria en lugar de cómo romana. Le dolía especialmente el elevado precio que había pagado su hija para volver con alguien al que sirvió cómo esclava. Al dios romano se le hacía difícil recordar lo poderoso que llegaba a ser el amor verdadero, el amor profundo, el amor eterno. El suyo murió con la ninfa Alia y rezaba para que no llegara el día en qué Adra tuviera que sentir el profundo y doloroso vacío que dejaba una pérdida de tal magnitud.


LA DIOSA ESCLAVADonde viven las historias. Descúbrelo ahora