11

2.4K 200 1
                                    


Al alba, nada más despuntar el día, Adra salió al exterior del templo de su padre. Quería explorar los extensos jardines que había observado desde los ventanales de sus aposentos.  Algo en su interior la ligaba a la naturaleza de una manera mágica. Recordaba con añoranza que en el templo sumerio dónde vivía, rodeado de desiertos y bañado por el abrasador sol, no había podido contemplar tal variedad de flores y vegetación cómo la que había en el panteón romano.


Con sus pies descalzos se dispuso a pasear entre los naranjos y limoneros que poblaban el lugar. El aroma a azahar lo impregnaba todo. Cientos de jazmines decoraban los márgenes del sendero principal. Los muros que delimitaban la gran zona verde estaban cubiertos de glicinas que caían en forma de cascada formando grandes racimos. El olor a vainilla que desprendían era embriagador. Rosales de vivos colores dibujaban caminos en el manto de distintas flores que tapizaban el vergel.

Una nube de veinte mariposas blancas revolotearon alrededor de Adra para acabar posándose sobre ella. Unas descansaron sobre sus brazos, otras sobre su cabeza. Cuando se acercó a uno de los naranjos y rozó una hoja con la yema de su dedo índice varias de las flores de azahar se desprendieron del árbol para rodear la cabeza de Adra tejiendo así una corona. La cautivadora luz del amanecer bañó su piel iluminando su angelical rostro. Las sedas de su vestido parecieron flotar mecidas por la brisa. Todo en ella era cómo un hechizo.

Júpiter contemplaba la escena desde el balcón de sus aposentos. La lucha interna qué mantenían su raciocinio y su corazón era a cada instante más cruda. Si se guiaba por lo que contemplaban sus ojos le invadía la más maravillosa de las dichas. Júpiter veía en Adra a su amada Alia y a cada instante dejaba que esa visión prevaleciera por encima de la razón que le recordaba que no era así.

Aquella mañana la mezcla de aromas del azahar y el jazmín parecía más intensa que nunca. Adra  descubrió a Júpiter observándola y se giró para sonreírle. Fue en ese instante dónde le pareció que Alia había vuelto a él. 

Júpiter acompañó con la mirada a Adra durante su paseo y descendió para recibirla cuando se acercó de nuevo al templo. Se disgustó al observar que estaba descalza.

-¡Adra! ¿Por qué andas descalza? ¿Es qué los zapatos dé qué dispones no son de tu agrado? ¡Haré que venga el zapatero en el acto! Él te confeccionará sandalias de cuero a tu gusto... ¿Te complacería que estuvieran decoradas con perlas y ornamentos de oro?- le preguntó.

-Júpiter, no quería preocuparte. Tengo calzado suficiente. Sólo deseaba sentir la hierba y la tierra bajo mis pies- le aseguró.

-Podrías dañarte los pies- apuntó Júpiter- Además ahora necesitarás limpiártelos.

-Lo haré en el acto- respondió Adra con la intención de dirigirse a sus aposentos. Pero antes dé qué pudiera dar un paso una de sus esclavas se acercó a ella con un balde de agua templada y se dispuso a aseárselos. En ese instante Júpiter se arrodilló frente a Adra y le arrebató a la esclava los utensilios de higiene.

-¡Yo lo haré!- dijo Júpiter con autoridad.

Júpiter enjabonó y enjuagó los pequeños pies de Adra con delicadeza. Después los secó con una suave toalla y los masajeó con aceites perfumados. Al dios le parecía estar acariciando la piel de su amada Alia y sus manos se aventuraron a descubrir el tacto de sus piernas.

El pánico poseyó a Adra. Su corazón latía a mil por hora y hacía que su pecho ascendiera y descendiera a gran velocidad. El miedo la había paralizado y no sabía cómo reaccionar.

-¡Oh, mi vida! Si supieras cuanto te necesito, cuanto te añoro... tu recuerdo vive en mí- confesó a la vez que olfateaba el cabello de detrás de la oreja de Adra.

-Yo no soy Alia... -acertó a decir ella con un hilo de voz. Al instante Júpiter posó su dedo índice sobre los labios de Adra con la intención dé qué guardara silencio.

Júpiter inhaló el aroma de Adra respirando profundamente sobre su piel. Acto seguido sostuvo su rostro entre sus grandes manos y la miró a los ojos rogándole perdón. A continuación se arrodillo frente a ella con su mano entre las suyas y le besó repetidamente los nudillos.

-Adra...¡ discúlpame! No pude despedirme de tu madre y tu eres su viva imagen. Te miro y la veo a ella. Siento no ser tan fuerte cómo creía. ¡Perdóname... esto no volverá a ocurrir! - le rogó el dios.

Adra le tranquilizó ofreciéndole su comprensión. Cuando Júpiter se retiró ella corrió hacia sus aposentos. Necesitaba refugiarse, aislarse de todo.

Ella todavía no conocía la disposición del templo y confundió el pasillo en el qué estaban sus aposentos con otro muy similar. Al adentrarse en él observó cómo Venus, la recientemente esposa de Vulcano, se disponía a salir de los aposentos de Marte. Él besaba su hombro, ella sonreía a la vez que trataba de liberarse de sus brazos que la retenían por la cintura evitando así que saliera de su habitación. El rostro de Venus mostró preocupación al percatarse de la presencia de Adra en cambio Marte le guiñó un ojo con picardía. Si yacía con la mujer de su hermano no tendría escrúpulos en hacerlo con ella también ya qué no eran verdaderos hermanos.

Adra aligeró el paso hasta que localizó sus aposentos. Tras cerrar la puerta se sentó detrás de ella. Enfrentarse al mundo era mucho más difícil de lo que se pensaba. Siendo esclava siempre sabía cómo tenía que comportarse, cuales eran sus obligaciones. Su vida era rutinaria y sin sobresaltos. La libertad era algo nuevo para ella. Sin estar sometida a la voluntad de otro era complicado actuar sin saber cuales serían las reacciones de los demás. 


LA DIOSA ESCLAVADonde viven las historias. Descúbrelo ahora