Enki acompañó a Adra a sus aposentos y la dirigió a la cámara de baño de la estancia. Dispuso la bañera a llenarse cómo tantas otras veces hacía Adra por él. Mientras tanto ella permanecía de rodillas a su lado con la mirada fija en el suelo de mármol blanco.
Cuando todo estuvo preparado Enki se introdujo en el agua. Sabía que Adra jamás le permitiría que fuese él quién cuidara de ella. Pensó que si parecía que era ella la que iba a asearle a él no podría negarse.
Ordenó a Adra que se metiera en el agua. Ella lo hizo con gusto. Ansiaba hacer desaparecer de su piel los besos del dios del inframundo y, tras sumergirse unos segundos en el agua, emergió llena de paz.
Las manos de Enki se refugiaron en el cuerpo de su esclava. Él recorría la piel de Adra con un paño haciendo desaparecer toda la suciedad que había acumulado durante el día. Ella nunca había recibido a su amo con ese aspecto. Siempre estaba aseada antes de que él regresara de sus tareas. Siempre quería estar bien para él.
Enki entreabrió su boca al rozar los pechos de Adra. Ella jadeó expectante. Un escalofrío recorrió los cuerpos de ambos.
Adra sabía que cuando compartía intimidad con Enki no debía pedirle permiso para todo. Eso hacía que su amo se irritase. Él quería que ella se comportara con él de un modo más natural.
En un alarde de iniciativa Adra se acercó a Enki y se sentó a horcajadas sobre él. La erección de su amo no tardó en rozar su entrepierna. Ella le acompañó a su interior. Los dos gimieron de placer al sentir sus cuerpos uno dentro del otro.
Enki volvió su cabeza complacido y disfrutó de cómo Adra le poseía. Ella se balanceaba delicadamente sobre él dejando escapar tímidos jadeos de placer. Él la amaba con toda su alma, la deseaba y le hacía feliz contemplar cómo ella también le deseaba. Veía que ansiaba su compañía, que le necesitaba.
Los carnosos labios de Adra acechaban a los de Enki. A él le maravillaba todo de ella. Ella apenas parpadeaba buscando muestras de que satisfacía a su amo y él no podía dejar de mirarla. Sus miradas sinceras vivían en los ojos del contrario. Se complementaban. Ninguno de los dos conocía amor más puro del que se procesaban.
Adra se dedicaba por entero a Enki. Él quería que si se dejaba la vida en el campo de batalla ella fuera lo último que recordara. Necesitaba memorizar cómo los dedos de Adra recorrían su nuca y se perdían entre su ensortijado y oscuro pelo. Cómo sus manos acariciaban su musculado cuerpo disfrazándose de dulce miel y terciopelo. Quería recordar cada instante que compartían, cómo encontraban consuelo disfrutando de sus cuerpos, cómo cada susurro del otro les hacía estremecer. Para Enki, Adra no era tan sólo su esclava, era su todo.
Enki elevó a Adra emergiéndola de entre las aguas de la gran bañera. Acto seguido la depositó con delicadeza sobre el borde y la admiró un instante. Ella le rogó con la mirada que no la privara de sus atenciones. Enki la satisfizo penetrándola de nuevo. Para él cumplir sus deseos no podía resultar más placentero. El pausado jadear de Adra era música celestial para Enki, le excitaba sobre manera, multiplicaba por mil su deseo por ella.
Enki la invadía, la poseía sin descanso. El cuerpo de Adra era su hogar, era su templo, era su reino. Ella se enredaba en su cuerpo ansiosa. Él era un dios pero dependía de ella para seguir viviendo. Ella se había convertido en la única razón por la que esperaba el sol del nuevo día. Adra era la razón por la que luchaba, por la que quería mantener a salvo su reino, por lo que todo lo que no tenía que ver con ella debía ejecutarse con la mayor efectividad y rapidez.
Sobre el frío suelo de la cámara de baño se regalaron caricias y agónicos gemidos con los que ambos llegaron al clímax. El orgasmo les invadió elevándolos sobre las nubes dónde el cielo de los dioses dónde vivían quedaba muy alejado de ellos. Exultantes con el regocijo que sentían sellaron su amor con un infinito beso.
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LA DIOSA ESCLAVA
RomanceLa pequeña Adra fue arrancada de las entrañas de su madre por el dios sumerio Anu en venganza por el asesinato de su primogénito, Enlil, a manos del dios romano Júpiter. Ella, ajena a su procedencia, creció cómo esclava de Enki, segundo hijo de Anu...