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Enki se despertó aterrorizado. Temía haber perdido de nuevo a Adra. Al comprobar que yacía a su lado la abrazó con todas sus fuerzas. Ella se sobresaltó por la repentina reacción de Enki pero le tranquilizó el saberse protegida entre sus brazos. El beso con el qué se obsequiaron consiguió tranquilizar sus pechos. Seguían juntos y eso era lo único que les importaba.

Enki se levantó hambriento pero el lugar donde se encontraban no disponía de cocina, despensa o viandas con las que poder alimentarse. Adra le guió hasta una señorial mesa. Aunque ésta era de gran tamaño tan sólo disponía de asientos para dos comensales. Un par de vistosas y cómodas sillas estaban a su disposición. Enki se sentó en una de ellas y se mantuvo expectante ante la situación.

Adra miró fijamente a los ojos de Enki. Parecía poder leer dentro de ellos. Cuando ella posó las palmas de sus manos sobre la mesa aparecieron los manjares predilectos de Enki.

-¡Adra! ¿Cómo has hecho eso?- le preguntó Enki asombrado.

-¡No lo sé!- le aseguró Adra- Parece ser que poseo poderes mágicos mientras habito en el mundo de los sueños.

-Mi vida... ¡Eres increíble!- aseguró Enki antes de empezar a saciar su voraz apetito.

Adra sonrió, su vocación era cuidar de Enki. Se desvivía por su amado sin ser consciente dé qué ella era lo único que él necesitaba para subsistir.

 Después de haber estado descansando Enki abrió los ojos y descubrió que Adra le estaba observando. Sus rostros apenas estaban a unos centímetros de distancia el uno del otro y cuando se miraron a los ojos parecieron adentrarse en el interior de su alma gemela. El viaje de sus miradas les abstrajo de la realidad.

Adra permanecía boca abajo en el lecho y Enki se dedicó a acariciar cada centímetro de su espalda. Sus dedos danzaban por su piel desnuda estimulándola. El hormigueo que repartía por su cuerpo hizo qué se le erizara la piel. Adra acariciaba el fornido torso de Enki recorriendo cada hendidura que dibujaban sus músculos, palpando su dureza, disfrutando de su tacto. Adra retuvo entre sus dedos el carnoso labio inferior de Enki sabiendo a ciencia cierta que ella era la dueña de sus besos, que nadie más que ella podía reclamarlos cómo suyos.

Enki dibujó la boca de Adra con la yema de su dedo índice. Bebiendo de sus labios era de la única manera que conseguía calmar su sed. A continuación exploró la melena de su amada enredando mechones de su pelo entre sus dedos. Sus cabellos dorados mantenían oculta su oscura piel. Adra masajeó el cuero cabelludo de su amado distrayendo los rizos que nacían de él. No existía rincón de sus respectivos cuerpos que desconocieran, caricias que no se hubieran regalado, placeres que no se hubieran proporcionado.

Adra y Enki se dedicaron a complacer al otro. Dejaron que la lujuria les invadiese. Se entregaron a los placeres carnales.

Enki invadió el interior de Adra con desesperación. Cada vez que la penetraba se deleitaba poseyéndola. El gusto de tenerla jadeando por sus atenciones no tenía parangón. Adra gemía reteniéndolo entre sus piernas, aferrándose a él. Acogerlo en su cuerpo la llenaba de dicha, la complacía. Satisfacer el hambre del otro era una necesidad para ellos. Degustar la ambrosía de sus bocas era casi una obligación. Cada roce de sus pieles avivaba la llama de su pasión.

Adra se recreó buscando a Enki sintiéndose completa con cada una de sus embestidas. Él se movía empalándola con impaciencia. Ansiaba el éxtasis que Adra custodiaba. Deseaba perderse con ella camino del placer más absoluto.  Enki no podía dejar de contemplar cómo su amada se retorcía jadeando bajo su cuerpo. Observó con satisfacción cómo llegaba al orgasmo. Sintió cómo la humedad poseía el sexo de Adra, cómo su interior palpitaba alrededor su miembro. Tras un último y rudo empellón se liberó dentro de ella. 

Después de otra maravillosa jornada ninguno de los dos se había detenido a pensar en el tiempo que había transcurrido desde que permanecían en aquel lugar, en ese sitio dónde no se prestaba atención a las horas o días que pasaban, en el qué no importaba si era de día o de noche. El emplazamiento dónde su única obligación era amarse y compartirse.

Ambos se acomodaron en el lecho. Disfrutar a cada segundo de la compañía del otro les había unido más estrechamente de lo que alcanzaban a imaginar. Se adormecieron obsequiándose con caricias que expresaban sin palabras la felicidad que albergaban en sus corazones.


Al amanecer Adra se despertó en sus aposentos del templo romano. Al percatarse de donde se encontraba rompió a llorar amargamente. A los pies de su lecho Júpiter velaba por ella. Sus sollozos le despertaron.

-¡Adra! ¡Hija mía! ¡Has vuelto a la vida!- celebró él.

-¡No! ¡No! ¡Debo volver a dormirme!- aseguró Adra desesperada.

-¿Dormirte? ¡ Llevas más de cuarenta jornadas reposando!- exclamó el dios.

-¿Qué?- se cuestionó Adra incrédula.

Adra no era consciente dé qué su alma había abandonado temporalmente su cuerpo dejándolo sumido en un sueño perpetuo. Los médicos y sanadores habían comunicado con tristeza a Júpiter que tal vez jamás despertara de nuevo. Para él volver a ver a su pequeña llena de vida fue motivo de gran alegría. A Adra regresar al mundo real le provocó una profunda tristeza que le desgarró el corazón.

Instantes más tarde, en el templo sumerio, Enki despertó empapado en sudor. A su alrededor había numerosas antorchas encendidas que pretendían servir de guía a su alma en el camino de regreso al mundo de los vivos. Varios esclavos permanecían arrodillados a los pies de su lecho. Habían rezado día y noche rogando a los dioses que Enki despertara de su letargo.

Cuando Enki reparó en dónde se encontraba gritó encolerizado.

-¡NO! ¡NO! ¡NO!- negó mientras el dolor arañaba su alma.

Al escuchar sus gritos Anu y uno de los hechiceros del panteón corrieron hacía sus aposentos.

-¡Hijo! ¡Has despertado!- festejó Anu.

-¡Esto no puede estar pasando! ¡Debo volver a dormirme!- exclamó Enki.

-Pero hijo... ¡Si has dormido más de la mitad de la primavera!- le aseguró el dios sumerio.

-¿Qué?- se cuestionó Enki confundido.

-Enki, tu cuerpo parecía respirar alentado por un corazón inerte. Tu organismo a hibernado pero, gracias a los dioses, has regresado a casa.

Para Enki estar de vuelta no era motivo de júbilo. Su amada volvía a estar a un mundo de distancia de él y sin ella su vida carecía de sentido.


LA DIOSA ESCLAVADonde viven las historias. Descúbrelo ahora