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ADRA EN EL PANTEÓN ROMANO.

Adra se materializó en el templo del dios romano Júpiter entre los brazos del mismo. Temblaba aterrorizada. Permaneció inmóvil hasta que el dios la liberó de su abrazo y acto seguido se arrodilló a sus pies.

-Se...señor- tartamudeó- debe de haber habido un error. Tengo que volver a casa con mi amo. Me necesita. Lléveme a casa, por favor- le suplicó.

-Adra- dijo Júpiter con dulzura- Tú no eres la esclava de nadie, eres mi hija, eres una diosa. Álzate- le sugirió estirando su brazo para ofrecerle su mano ayudándole así a levantarse.

-Señor, se equivoca de persona. Yo no tengo familia, soy huérfana y sirvo en la casa del dios sumerio Anu. Su hijo, Enki, es mi amo. Está oscureciendo y... mi amo necesitará asearse antes de la cena. Debo regresar a casa en el acto.

-¡Dioses! ¿Cómo puedes parecerte tanto a tu madre? Tienes su belleza y su bondad- aseguró acariciando el rostro de Adra- Siempre pensé que no llegaste a respirar bajo la luz del sol. No sabes cuanto siento que hayas tenido que servir cómo esclava. De haber sabido que estabas viva no hubiera dejado de buscarte ni un minuto de cada hora de cada día de mí vida- se disculpó Júpiter.

En ese preciso instante, Juno, la esposa de Júpiter, irrumpió en la palaciega sala poniendo el grito en el cielo.

-¡Quiero a esa bastarda fuera de mi templo!- exclamó limpiándose la sangre que brotaba de sus labios con el dorso de la mano.

Juno tenía el rostro y el brazo izquierdo amoratado por el golpe con el qué Júpiter la había castigado.

-¡Vosotros!-dijo Júpiter señalando a dos gigantescos cíclopes que custodiaban las enormes y doradas puertas del templo- Llevadla a las mazmorras.

-¡Maldito! ¿Cómo te atreves?- gritó Juno enfurecida.

-¡Y encadenadla!- añadió Júpiter cómo reprimenda.

Júpiter cogió la mano de Adra. Ella, tras ver cómo se las gastaba el dios romano, se dejó llevar temerosa. No osaba contradecirle. Él la guió por uno de los pasillos del templo. Se detuvo frente a una doble puerta decorada con grabados de preciosas ninfas aladas rodeadas de flores sobre oro blanco.

 El dios le mostró a Adra unos lujosísimos aposentos. En el centro de la estancia había un enorme lecho ataviado con sábanas de seda y exquisitas telas. El mobiliario tenía incrustadas cientos de piedras preciosas y los mosaicos de los suelos eran hermosos y únicos.

-Estos serán tus aposentos- dijo el dios romano con ilusión.

-Señor... es demasiado... no necesito todo esto- aseguró Adra con humildad.

- Adra... sé qué es demasiado pronto para que me llames padre pero... puedes llamarme Júpiter. Tendrás todo lo que no he podido darte, todo lo que te mereces, todo lo que desees poseer- afirmó el dios.

Júpiter sintió la presencia de alguien tras ellos y se giró para comprobar quién era. Dos esclavas permanecían arrodilladas a las puertas de la estancia a la espera de las ordenes del dios.

-Adra, estas serán tus esclavas personales. Estarán a tu entera disposición. Si necesitas más sólo tienes que pedírmelas.

-Júpiter, yo no necesito esclavas. Se valerme por mí misma- le indicó ella.

-Recibirás las atenciones que mereces. El mismo trato que el resto de mis hijos, el de una diosa romana. Después de que te acicalen espero que acudas a la cena. Tus hermanos Marte, Vulcano e Ilitía  compartirán manjares con nosotros.

Adra asintió con la cabeza. No quería irritar al dios con sus respuestas.

Una vez Júpiter se hubo marchado las esclavas bañaron a Adra, la perfumaron, vistieron y cubrieron con valiosísimas joyas. Ella se sintió muy incómoda por el trato que le ofrecían. Adra sabía lo que conllevaba ser una esclava aunque, para ella, servir a Enki había sido todo un placer.  Conocía lo desagradables que podían resultar las tareas y no quería ofrecer ese tipo de vida a ningún otro ser vivo.

Adra se negó a maquillarse y, ante las continuas súplicas de sus esclavas, permitió que peinaran su larga melena y la decoraran con una diadema de diamantes. Antes de salir de sus aposentos contempló su reflejo en el enorme espejo cuadrado fabricado en bronce y plata pulidos y enmarcado en un trabajado marco de marfil que había en la entrada. Le costó identificarse en esa imagen. Ella nunca había vestido otra cosa que no fuera su túnica de algodón. Acarició su cuello con la yema de sus dedos. Añoró el collar de esclava que lucía en él. Su piel y su pelo resplandecían cómo de costumbre. En realidad, su belleza era tal que no necesitaba de ningún ornamento.

LA DIOSA ESCLAVADonde viven las historias. Descúbrelo ahora