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Tras unos días en qué Júpiter no se apartó de Adra ni de día ni de noche todo volvió a la normalidad. El dios romano estaba reunido con otras deidades cuando Adra se adentró en la sala donde descansaban.

-Padre- le nombró Adra- ¿puedo pedirte algo?

Júpiter trató de contener su henchido espíritu dentro de su pecho. Era la primera vez que Adra se dirigía a él en ese termino.

-Pequeña, te complaceré en todo lo posible- aseguró el dios.

-Me gustaría visitar el lugar de procedencia de mi madre-  le dijo ella.

-Concédeme unos minutos y te lo mostraré- le indicó Júpiter rogándole unos instantes para concluir su reunión.

Momentos después Júpiter cogió la mano de Adra y se aseguró dé qué estuviera preparada antes de transportarla al hogar de las ninfas.

Adra y su padre se materializaron en un frondoso bosque de gigantescos árboles. Sus troncos estaban recubiertos de musgo y hiedra. La vegetación era muy exuberante. Cientos de flores parecían brotar estratégicamente para decorar cada rincón. Varios nenúfares flotaban sobre las cristalinas aguas de una laguna  y se advertía el sonido del agua que corría por un arroyo cercano.

Adra sonrió a Júpiter complacida. A él el lugar le hacía rememorar momentos felices a pesar dé qué en el perdiera al amor de su vida.

Instantes después, lo que se asemejaban a unos silbidos llamaron la atención de Adra que, con el permiso de su padre, se adentró unos metros entre los árboles. Al instante, decenas de pequeñas y bellas sílfides rodearon a Adra con curiosidad. Tenían rostros de rasgos suaves y unas alas semejantes a las de las libélulas en distintas tonalidades que iban del verde al púrpura. Volaban en pequeños círculos con lentos movimientos y se hacían invisibles en el momento en qué Adra trataba de tocarlas.

De los árboles descendieron ninfas dríades. Sus rasgos eran perfectos. Su hermosura no tenía parangón. A algunas de ellas les asomaban de entre sus largas y relucientes melenas unas adorables orejas puntiagudas.

Al lugar se acercaron ninfas alseides, las protectoras de los bosques. A cada paso que daban las plantas trepadoras se enredaban en sus piernas cubriendo así su piel desnuda de verdes hojas.

Del agua emergieron ninfas náyades, las habitantes de las aguas dulces. Jugaban con la fría agua del arroyo y su húmeda piel resplandecía gracias a las luminosas gotas.

Una de las ninfas, de estatura superior a las demás, observaba a Adra oculta tras un tronco. Llevaba la melena cubierta de flores y unos mechones rebeldes caían sobre su cara.

-Tú eres hija de una ninfa y un dios, ¿no es así?- le preguntó la ninfa.

-Si- le contestó Adra- Mi madre era la ninfa Alia.

-Hija de ninfa y dios, madre de dioses, ¿cual es tu nombre?

A Adra le confundió el modo en qué la ninfa la definió pero, sin querer darle más importancia a sus palabras, le respondió diciéndole que su nombre era Adra.

-Adra- repitió la ninfa- posees el don de la magia en el mundo de los sueños, tienes la capacidad de proteger a otros, eres telepata  y das vida a fauna y flora- aseguró.

-¿Cómo sabes todo eso?- le preguntó Adra asombrada.

-Yo soy una ninfa lectora de almas y, aunque la tuya pertenezca a aquel al que has entregado tu corazón todavía puedo leer en ella.

Adra se entristeció al recordar a Enki. Ella se sentía incompleta si no estaba junto a él.

Las ninfas dieron la bienvenida a Adra cantando y danzando en su honor. Dos de ellas, las cuales dejaban partículas centelleantes cada vez que batían las alas, trenzaron su pelo decorándolo con pétalos de margaritas y madreselvas. Tras disfrutar de su compañía Adra ya era capaz de descifrar su lenguaje cómo si lo conociera con anterioridad.

En aquel mágico paraje se sentía cómo en casa pero la hora de partir se acercaba. Antes de marcharse se despidió de las ninfas con tristeza y, al ver que derramaban lágrimas mientras se alejaba, les prometió que regresaría para visitarlas.

Cuando la ninfa lectora de almas se acercó a ella le sugirió algo que la dejó bastante confusa.

-Si quieres aliviar el dolor que sientes al mantenerte lejos de Enki tal vez debieras contar las lunas que hace que no le ves, aunque una parte de él está contigo- le aseguró.

Adra no entendió lo que la ninfa quiso decirle y, cuando estuvo de vuelta en el templo romano, siguió dándole vueltas al asunto.

LA DIOSA ESCLAVADonde viven las historias. Descúbrelo ahora