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Las tareas con las que Anu castigaba a Adra para ella resultaban pura rutina. Anu había hecho un trato con el dios del inframundo. Entregó a Plutón tres preciosas esclavas vírgenes, sus almas eran ahora de su propiedad. Ellas no envejecían y le proporcionaban todos los placeres posibles. Pero el dios, en su interior, en su oscuro corazón, sentía que eso ya no era suficiente.

Él había visto crecer a Adra, la había observado entre las sombras y su luz le hacía revivir sentimientos y sensaciones olvidadas. A cada minuto que pasaba necesitaba más su presencia. Ya no se creía capaz de cumplir con su parte del trato manteniéndose alejado de ella. No tenía fuerzas suficientes para luchar consigo mismo. Si incumplía el trato... ¿Qué iba a hacerle Anu?, pensó. Él era el dios del inframundo en el que viviría para siempre. No le parecía que tuviera nada que perder.

Adra estaba limpiando el suelo de una de las grutas. Él dios del inframundo era capaz de localizarla tan sólo por su aroma. Aunque, esta vez, se dejó guiar por su dulce voz. Ella tarareaba la misma melodía una y otra vez.

Adra había dado vida a unas luciérnagas que iluminaban la gruta mientras ella seguía con su tarea. Su concentración era tal que no se había percatado de la presencia del dios del inframundo. Él la observaba a escasos metros cuando se decidió a pronunciar su nombre.

-Adra- la nombró él.

-Señor- respondió ella.

-Si quieres puedes dejar la tarea. No le diré a Anu que no has cumplido sus ordenes- le sugirió.

-Gracias señor, pero prefiero realizar lo que se me ha ordenado.

Él se acercó más a ella. Nunca la había tenido tan cerca.

El dios del inframundo chasqueó los dedos haciendo que se iluminara el lugar. Le pidió a Adra que le mirara. Los intensos ojos azules de ella se clavaron en los del dios, qué sé quedó hipnotizado por ellos. Hacía tiempo que sentía algo especial por ella. No estaba seguro de si era amor, hacía miles de años que no sentía una cosa así. Tan sólo unos segundos a su lado le bastaron para confirmarlo. La quería.

Él sabía que mientras Adra llevara el collar de esclava que Anu había sellado mágicamente jamás podría quedarse con ella. Anu la tenía sometida y así no podía retenerla en el reino de los muertos.

El dios del inframundo se sintió incapaz de perder la oportunidad de tocarla. Necesitaba averiguar si el tacto de su piel era tan exquisito cómo él se imaginaba. Anhelaba enredar su cabello dorado entre sus dedos. Extendió su mano con la intención de acariciar su larga melena. La sensación que le provocó el acto fue sublime. Adra permanecía inmóvil y asustada. Un hombre la estaba tocando, un hombre que no era su amo.

La túnica de Adra, típica de una esclava, apenas cubría su cuerpo. Su espalda, pálida y reluciente, quedó al descubierto después de que el dios echara su melena hacía un lado. Ella, atemorizada, temblaba cómo una hoja mecida por la brisa pero el dios del inframundo no se detuvo. Ardía en deseos de tocarla y las yemas de sus dedos se regocijaron recorriendo su dulce piel. A él le pareció estar tocando la más delicada de las sedas.

Acariciar a Adra le provocó un escalofrío al dios del inframundo. Eso le empujó a continuar. Su mano recorrió toda la espalda de la esclava, que estaba paralizada. Los ojos de ella se llenaron de lágrimas. No podía revelarse. ¿Qué sería de ella si Anu se enterase de que había tenido un mal comportamiento? Tal vez la castigaría... aunque ella no temía el castigo o el dolor. Únicamente le angustiaba que la separaran de su amo y por esa razón se mostró sumisa con el dios del inframundo.

Él trató de tranquilizarla diciéndole que no le haría daño pero, aunque sus palabras fueran sinceras, el mero hecho de que la estuviera tocando era para ella cómo traicionar a Enki. Ella era de Enki en cuerpo y alma.

El dios del inframundo hizo aparecer bajo ella sábanas de hilo de oro y la rodeó de multitud de almohadones con la intención dé qué estuviera cómoda. La guió hasta tenerla estirada y dispuesta a su gusto y deslizó sus labios sobre su cuello mientras inspiraba su embriagador aroma. A continuación posó su rostro entre sus turgentes pechos hundiendo su nariz entre ellos.

-No te haces una idea de cuanto te deseo... - le susurró mientras separaba sus muslos con delicadeza.

Adra, presa por el pánico, gritó el nombre de su amo en silencio. Llamó a Enki con insistencia dentro de su cabeza. No podía permitir que el dios del inframundo la hiciera suya.

En palacio, Enki, que estaba junto a su padre, cayó de rodillas al suelo cubriendo su cabeza con sus manos. Sentía un terrible dolor de cabeza, agudo y punzante, y, en su interior, los gritos de Adra se repetían sin cesar, atormentándole.

-¿Que te ocurre, hijo?- le preguntó su padre preocupado.

-¡Es Adra, está en mi cabeza y no deja de llamarme! ¡Parece estar en peligro!- respondió él con muecas de dolor en su rostro.

Anu recordó que Adra permanecía en el inframundo aunque su hijo desconocía cual era su paradero. Enki no era consciente de que su padre se pasaba la vida infligiendo castigos a su esclava a sus espaldas.

 Anu se transportó al inframundo de inmediato y sorprendió al rey de los muertos sobre ella. Estaba a punto de penetrarla. Anu le apartó de una patada.

-¡Te advertí que no la tocaras!- gritó enfurecido.

-No puedo contenerme más. ¡La deseo! ¡La amo!- aseguró el dios del inframundo.

-¿Que la amas?- se cuestionó Anu con una sonrisa burlona- ¡Tu no sabes lo que es amar! ¡Eres un demonio oscuro sin entrañas ni corazón!

-¡Te devolveré a tus esclavas!- aseguró el dios del inframundo- ¡Me quedaré con ella!

-¡Ni lo sueñes!- añadió Anu antes de transportar a Adra y a si mismo de nuevo a palacio.

Adra se materializó en el suelo de palacio hecha un ovillo. Frente a ella estaba su amo, al que había dejado de dolerle la cabeza en el momento en el que Adra había aparecido ante él. Su primera reacción habría sido abalanzarse sobre ella y abrazarla. Quería consolarla, pero con esa acción hubiera demostrado que la amaba y, a ojos de su padre, debía parecer que sólo la usaba para su disfrute.

-¿Que ha pasado, Adra?- le preguntó Enki tratando de mantener la compostura. 

-Me he caído en el interior de una de las enormes vasijas de la despensa y no era capaz de salir de ella-le explicó Adra.

-Llévatela y que se asee. No tolero que alguien con ese aspecto se pasee por palacio- dijo Anu.

Para su sorpresa, la esclava no le había delatado. Adra nunca le había confesado a Enki que él la obligaba a limpiar el inframundo. Le había encubierto a pesar de que hiciera de su vida un infierno.

Adra quería proteger a su amo por todos los medios posibles y hacer que él se preocupara por ella cuando debía estar centrado en la batalla no era la mejor manera de mantenerlo a salvo.

LA DIOSA ESCLAVADonde viven las historias. Descúbrelo ahora