La confesión. Parte 3: Fantasías

592 72 14
                                    

Rex:

Me llamo Hugo Blight pero de eso ya se olvidaron hace tiempo. Todo el mundo me llama con el seudónimo que se inventó Levi para mí hará ya unos quince años. Conozco a mucha gente, quizás a demasiada para mi gusto pero sólo una persona me conoce a mí: un crío de diez años encerrado en el cuerpo de un treintañero. Es un bocazas, un malhablado y sus muestras de cariño podrían calificarse como acoso; pero por algún extraño motivo, somos amigos.

Supongo que toda nuestra historia comenzó hace ya demasiado tiempo, cuando por alguna razón ese cobarde de Levi sacó complejo de súper héroe de algún sitio y quiso salvarme la vida. Él siempre me ha dicho que fue porque uno se vuelve así de loco cuando le rompen el corazón pero conociendo a Levi seguro que habría algún otro motivo oculto. Igualmente tampoco tuve ni tengo demasiada curiosidad para intentar averiguarlo.

La noche que conocí a Levi me había decidido por fin a escaparme de casa. Fue una decisión difícil pero no soportaba mi situación ni un minuto más. Las noches de gritos y peleas eran llevaderas, verlo a él borracho era llevadero pero renunciar a su recuerdo era una tortura que no podía soportar. Mi único consuelo siempre había sido verla a ella desempolvar el piano y quedarme allí sentado a su lado, sumido en sus melodías. Ella siempre me decía que había perdido mucha práctica pero que en sus tiempos de concertista conseguía levantar a cientos de personas de sus asientos, aplaudiendo y animándola a tocar una nueva canción. Antes de conocerlo a él podíamos pasar horas y horas delante de aquel piano. Yo era su pequeña maravilla. Siempre insistió en que tenía muchísimo talento y que algún día la gente también se levantaría de sus asientos cuando me oyesen tocar. Así que ese día, el día en el que él se deshizo del piano, me marché.

Fue una decisión inesperada y fugaz pero en el fondo sentía que hubiese estado planeada desde hacía años.

Lo hice de noche y en silencio, cuando él se sentaba en el salón a ver porno. Lo ponía a todo volumen, nunca le importó que mi madre o yo mismo lo escuchásemos o incluso lo viésemos. Aún me dan arcadas al recordar cómo ese viejo asqueroso se tocaba su flácida polla delante de mí. A veces sentía un gran placer con sólo la idea de poder cortársela algún día y obligarlo a tragarse sus propios huevos una y otra vez mientras los vomitase; otras, me conformaba con que simplemente desapareciese de mi vida.

Esa noche, lamentablemente, sólo iba a poder cumplir mi segunda fantasía.

Sabía perfectamente dónde escondía sus secretos así que fui a su cuarto en silencio y le robé toda la droga. La tenía guardada en una caja de zapatos debajo de la cama, no fue muy difícil averiguarlo. A veces la sacaba estando ebrio y cabreado por alguna razón sin sentido. Aunque desde que mi madre ya no estaba en casa, se preocupaba más del cómo y cuando sacaba la caja. 

Sólo eran un par de bolsitas pequeñas de cocaína. Me daba miedo meterlas en mi maleta y que él me investigase si me pillaba infraganti así que las metí dentro de los bolsillos de mi pantalón. Tenían una cremallera muy discreta que los disimulaba bastante bien, por lo que resultaban bastante útiles para mi propósito.

Salí por la ventana cargado únicamente con una pequeña mochila donde guardé algo de ropa y dinero. Intenté no hacer mucho ruido, aquellas viejas ventanas siempre chirriaban demasiado por lo que tuve que salir con lentitud y sumo cuidado pese a que tenía el pulso acelerado y estaba apunto de sufrir un ataque de ansiedad. Pero en cuanto puse un pie en la calle corrí como nunca antes había corrido. El peor momento de mi huida había pasado. Ahora sólo quería sentir la libertad rozando mi cuerpo como una suave brisa; quería llegar a algún sitio, aunque aún no sabía donde; quería hacer tantas cosas que me olvidé de que en realidad no quería hacer nada.

Amor y otras excusas para no dejar de fumarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora