Sam me miraba y yo miraba a Sam. Nos acechábamos como dos gatos viejos y malhumorados a punto de sacar nuestras zarpas si nos tocaban los cojones. Estábamos enfadados el uno con el otro y ni siquiera sabíamos por qué. Al fin y al cabo nos lo habíamos pasado bien, me sentí cómodo con ella y era reconfortarte la sensación de tener a alguien a mi lado que no me juzgase por mis gustos extraños. Pero ahí estábamos, con nuestras miradas afiladas, dándole más importancia a que alguien nos hubiese juzgado que a haber tenido la oportunidad de ser nosotros mismos. Incluso llegué a preguntarme en qué maldito momento había aceptado aquella disparatada idea de travestirme. Sólo pensaba en lo estúpido que había sido dejándome manipular por Sam, en que mi hermana nos había descubierto porque a la muy inútil se le olvidó volver a echar el cerrojo, en que yo iba a ser el único que cargase con las consecuencias de aquel despiste... Pensaba... pensaba en que la odiaba, la odiaba con toda mi alma. Era un odio intenso, de los que te llenan la cabeza de gilipolleces hirientes y sin sentido; era ese tipo de odio que actúa dentro de ti como una voz que únicamente te susurra la parte negra de la vida; era ese odio que desaparece a los cinco minutos pero del cual jamás te olvidas; al fin y al cabo, los momentos malos junto a la persona que más quieres... nunca se olvidan.
Me acerqué en silencio a su tocador y cogí una de sus toallitas desmaquillantes para quitarme aquel espeso potingue de la cara. Sam me observaba de reojo, sentada sobre su cama con la mirada de un perro que acababa de cagarse en el sitio equivocado. Sabía que estaba enfadado con ella y suponía que ella estaba enfadada conmigo. La conocía desde hacía suficiente tiempo como para saber que esa cara de cordero degollado era una farsa; Sam era de todo menos un puto cordero. Era tan sumamente orgullosa que no podía ser capaz de sentirse culpable... y yo también.
Recogí mis cosas y salí de su habitación despidiéndome con un breve beso, se hacía tarde y tampoco era mi intención buscarle problemas (más aún de los que ya teníamos). Me despedí de su tía Sally y puse rumbo a mi casa.
El trayecto que tenía recorrer no era demasiado largo, apenas serían unos cinco minutos; pero se me hizo tan tedioso que para mí fue como si hubiese tardado veinte minutos más. Los caminos de tierra, los ranchos y el paisaje campestre que atraía de vez en cuando a algún turista despistado, de noche se volvían solitarios y aterradores. Parecía como si en cualquier momento uno de esos siniestros espantapájaros fuese a cobrar vida para abalanzarse sobre mí y descuartizarme. Pero llevaba bastante bien mi miedo a la oscuridad cuando estaba tan enfadado que tendría que ser el espantapájaros el que se preocupase de que fuese yo el que lo descuartizase a él.
Cuando llegué a casa vi que todas las luces a excepción de la de la cocina estaban apagadas. Un intenso escalofrío recorrió todo mi cuerpo, tenía un mal presentimiento. Aunque, conociendo a mi hermana, más bien era un presagio.
Intenté entrar sin hacer demasiado ruido, aunque sabía que estaban ahí, esperándome en silencio. Estuve unos minutos totalmente inmóvil, sumergido en la penumbra del salón; tenía miedo de lo que iba a pasar y me temblaban las piernas. Entonces escuché la voz de mi madre llamándome desde la cocina. Había llegado la hora de ser un hombre y enfrentarme a la inevitable catástrofe que estaba por llegar.
—Levi, entra, ahora—me ordenó mi madre con aquel tono duro y severo que usaba para hacerme saber que había hecho algo malo.
Avancé hasta la cocina con un paso lento y torpe. El corazón me latía muy rápido; podía notar las pulsaciones sin necesidad de tocarme el pecho. Estaba a punto de sufrir un ataque de ansiedad.
En cuanto crucé la puerta noté la impertinente mirada de mi hermana recorriendo todo mi cuerpo. Estaba sentada al lado de mi madre, con la silla girada hacia la puerta para verme la cara cuando entrase. Era muy obvio que esa pequeña hija de puta se había chivado y se había reservado asientos de primera fila para ver todo el espectáculo.
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Amor y otras excusas para no dejar de fumar
RomanceEsta es la historia de sus vidas, de cómo esos locos engranajes en común hicieron que de repente todo dejase de tener sentido. Esta es la historia de sus anécdotas, de sus risas y de sus penas; de cómo se conocieron, de cómo se enamoraron, de cómo s...