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-Esta espera me está matando. Llevamos cinco putas horas aquí dentro y Red aún no ha dado señales.

-Tranquilo, Jordi. Poniéndote nervioso no vas a conseguir nada. Lo único que podemos hacer es tener paciencia.

-O tomarnos otra copa. ¡Carlos! Ponnos un par de whiskys.

-¿Del escocés? - Respondió Carlos desde detrás de la barra.

-Claro. Invita Dante.

-¡Serás caradura!

Dante Angelo, mi mejor amigo. La única persona en la que confío plenamente.

-A mí ponme una cerveza sin alcohol - ordenó a Carlos -. Y tú deberías hacer lo mismo. No nos conviene estar bebidos. Por lo que pueda suceder.

Mi mejor amigo... Y mi voz de la conciencia. Debo reconocer que si no fuera por él y por su cabeza, mucho más reflexiva que la mía, lo más probable es que hoy no estuviera aquí.

-Sí, mamá. Para cenar quiero espaguetis - dije en tono burlón.

-Como quieras, Tommy, cielo - remató Dante la burla.

-¡Que no me llames Tommy, coño!

No soportaba que me llamaran así y Dante lo sabía. Me llamo Jordi Thompson. Tommy no es un nombre que suene bien para un detective privado. Y menos uno con tanta clase como yo... O eso es de lo que me intento convencer.

Carlos terminó de llenarme el vaso con su mejor escocés e hizo saltar la chapa de la botella de cerveza con un abridor que siempre llevaba colgado de su cinturón. Carlos Testa era el propietario y barman de nuestro local favorito. El Séptimo Cielo, un pequeño pub donde nos sentíamos como en casa, cosa poco frecuente en esta ciudad.

-¿Algo más? - preguntó.

-Sí, cóbrame. Sólo la cerveza - dijo Dante mostrando su dedo índice para realizar el pago con su huella digital mientras me miraba con sorna.

-Cabronazo... - le respondí meneando la cabeza.

-A ti te lo apunto, ¿no? - dijo Carlos resignado.

-Como siempre - respondí sonriendo.

La historia de mi vida es simple y, por desgracia, común. Como uno más de los millones de niños sin padres que pueblan Tokyo, me crié en un orfanato auspiciado por la policía, la Mansión Nishar. Ahí fue donde conocí a Dante, otro huérfano de la ciudad, y nos hicimos inseparables desde el primer momento.

Mi infancia - y la de Dante -, quizás no fue de cuento, pero tampoco fue infeliz. En la Nishar teníamos comida, comodidades y una formación de calidad. Cuando cumplías dieciséis debías elegir entre seguir formándote en la academia de policía o empezar una vida por tu cuenta. Tanto Dante como yo - y la gran mayoría de los chicos -, optamos por la primera alternativa. Era lo más recomendable: Tokyo puede ser un infierno para un adolescente sin familia y sin contactos.

Durante cuatro años nos entrenaron a fondo en artes marciales, esgrima, combate con armas blancas y armas de fuego - tanto las clásicas como las de energía -; pero también nos formaron en otros aspectos casi tan importantes como los primeros cuando de imponer la ley se trata: ética, psicología, filosofía. Fueron años duros, pero a la vez excitantes. Se respiraba un aire competitivo y al mismo tiempo de camaradería. Todos éramos huérfanos. Éramos nuestra única familia.

Sin embargo, no todo fueron luces para mí. Tengo que reconocer que la autoridad y la disciplina no son mis mejores aliados y en los cuatro años que duró la instrucción batí todas las plusmarcas de penalizaciones por indisciplina y mala conducta de la historia de la institución. Me pasé tantas horas en la Sala de Confinamiento que la acabaron llamando la <<Sala Thompson>>. Ahora me río, pero en su momento me tocó bastante los cojones.

Sueños de Acero y NeónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora