Cuentas pendientes

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Aunque hubiera preferido no saberlo, no pude evitar enterarme de que se había terminado casando con la comadreja. La repulsión que me provocó leer esa noticia en el periódico casi me hizo vomitar el desayuno en el plato.

Era de esperar que el mundo mágico se volcara en Potter, Weasley y ella, al resultar ser los héroes de la guerra, los vencedores, los que nos salvaron a todos de las garras del Señor Tenebroso.

Tonterías.

Sólo habían sido críos estúpidos que habían tenido suerte, mucha suerte.

Sin embargo, unos años después de aquello, lo que sí me sorprendió sobremanera, ocasionándome un atragantamiento repentino con el zumo de calabaza que estaba tomando en ese momento, fue descubrir que el primer embarazo de Granger también era noticia.

—¿Estás bien? —preguntó Astoria, sentada frente a mí, que había dejado de untar mermelada en su tostada para mirarme.

Yo le devolví la mirada por encima del periódico, una mirada fría, molesta, antes de cerrarlo, levantarme de la mesa de malas maneras y echarlo al fuego de la chimenea que habían encendido los elfos por la mañana.

Por la tarde, me enteré que yo también iba a ser padre.

. . .

Scorpius iba de un lado a otro de la casa, metiendo más y más cosas en el baúl que había empezado a hacer una semana antes, el que le acompañaría aquel primer año a Hogwarts.

Me levanté del sofá y me dirigí al centro de la sala, donde aquel baúl estaba abierto sobre la larga mesa. Me quedé frente a él, examinándolo con la mirada.
Vi ropa, zapatos, sus pociones para el pelo, paquetes de golosinas, un monedero que contenía dinero y muchos artículos de broma que había comprado en esa tienda de los Weasley cuando fuimos al Callejón Diagon a adquirir todo lo necesario para su curso escolar.

—¿Y los libros? —le pregunté a mi hijo, que acababa de llegar corriendo, lanzando un par de orejas extensibles dentro.

Scorpius se dio una palmada en la frente y abrió los ojos desmesuradamente.

—¡Los libros! —exclamó, volviendo a salir de la habitación a toda prisa.

Al llegar a la estación, se podía respirar el ambiente de júbilo y excitación de todos aquellos que, como mi hijo, estaban a pocos minutos de emprender aquel viaje.

Cruzamos la barrera y llegamos al andén nueve y tres cuartos. Una extraña sensación de nostalgia invadió mis pensamientos. Hacía muchos años que no pisaba por allí.

Scorpius empujaba su carrito, hasta arriba de baúles y enseres que llevaría consigo aquel año, con todas sus fuerzas. Estaba tan entusiasmado que no podía dejar de mirar de un lado para otro, dando pequeños saltitos y sonriendo de oreja a oreja.
Irremediablemente me recordó a mi primera vez. Pero en aquel entonces, mi situación era diferente. Yo no viví aquel día de la misma manera. Yo, a esa corta edad, ya estaba condicionado por las estúpidas ideas de comportamiento de mi padre.

Mi mujer y yo caminábamos por el andén siguiendo a nuestro hijo, que iba unos pasos más adelante, sorteando a brujas y magos con el carrito como buenamente podía hasta que por fin encontró un vagón medio vacío.

Yo la encontré a ella cuando levanté los ojos.

Hermione recogía la melena de su hija en una cola alta mientras Weasley las miraba, cogiendo de la mano a otro niño pelirrojo más pequeño que tenía todos los rasgos de su madre.
Aunque la escena me pareció grotesca, no pude apartar la vista.

No, porque había vuelto a pasar mucho tiempo desde que la vi por última vez, mucho más que cuando me encerré en mi casa voluntariamente, después de que Dumbledore muriera, Hogwarts se fuera a la mierda, y el mundo mágico quedara suspendido en la expectación del porvenir. Aquellos meses de ausencia me habían parecido una eternidad. Y ahora habían pasado casi dos décadas.

Mi estúpida GrangerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora