Sonrojos y fiebre

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Sentía mi cuerpo flotar, era como si una tranquila y dulce brisa me sostuviera en el aire y me llevara a su antojo. A veces subía, otras bajaba. El pelo acariciaba mi cara, y no era molesto. Mi cuerpo no sucumbía al poder de la gravedad, era mucho más poderoso que eso. Mis ojos seguían cerrados, disfrutando de la relajación que tanto había anhelado y al fin tenía. Si hubiera sabido lo que se sentía al morir, yo mismo me hubiera quitado de en medio hacía mucho tiempo. Porque la muerte se sentía apacible, dulce como un beso, tranquila como el paraíso. La vida era más difícil, sobre todo si se vivía mi vida, donde la oscuridad y la tristeza se palpaban en cada rincón de mi casa, en cada conversación con mis padres, en cada emoción reprimida. Mi vida era como un día de lluvia sin fin. Como un estresante y maldito día que no acaba nunca.

Sentí presión en mi mano aunque decidí no darle importancia, nada importaba ya. Sólo sentía lástima por mi madre, esto acabaría con ella.
Más presión. Me sentí zarandeado, como si aquella leve brisa se hubiera convertido en aire soplado por los dioses más fieros, cesando mi tan apreciada tranquilidad.
Oía una voz a lo lejos pero era casi inaudible, y el viento que me pegaba en la cara hacía incluso más difícil el hecho de poder escuchar algo. Pero, ¿cómo me iban a estar llamando? ¿Quién?
De repente sentí que mi pecho subía y bajaba de nuevo. ¿Estaba respirando, otra vez? Siempre pensé que al morir no haría falta llenar tus pulmones de aire, qué idiotez.

—Vamos...—escuché a lo lejos.

¿A dónde?

—Vamos...

Esa voz de nuevo, se escuchaba desesperada, nerviosa, y la empezaba a oír más y más cerca.
Pero maldito fuera el aire que me zarandeaba, que me mareaba, que me alejaba. Maldita sea. Maldita sea aquella voz que me desconcertaba, ¿qué? No podía escucharla ya.
Un suspiro agonizante y luego nada. No volví a escuchar nada.

—¡Sus ojos, señora Pomfrey!

Sentí unos veloces pasos acercándose desde el fondo de la habitación.

¿Qué ha pasado? ¿Dónde estoy?

Quise abrir los ojos, pero el lugar donde me encontraba estaba tan iluminado que parecía que tenía un par de focos dándome directamente en la cara. Levanté una mano e intenté taparme los ojos, pues incluso cerrados sentía que me hervían.

—Echa la cortina, querida—pidió la voz de una mujer. Acto seguido se escuchó cómo se corría una—. Draco, ¿puedes escucharme?

—Hmmm... —fue lo único que pude decir. Seguía aturdido y la cabeza me daba vueltas.

—Parece que reacciona—exclamó una voz bonita—. ¿No?

Sea quien fuera, necesitaba una respuesta, y la necesitaba rápido. Cualquiera podría haber notado su nerviosismo desde Hogsmeade.

—Reaccionar, reacciona—respondió la mujer—. Al menos conseguimos traerlo de vuelta. Lo que no sabemos es si tendrá secuelas o si tendrá que seguir tomando mi poción reparadora unos días más.

—Entiendo... —dijo la segunda voz, más tranquila.

—No te preocupes, cielo, seguro que va a estar bien. Fuiste muy valiente al usar el contrahechizo "Vulnera Sanentum", pocas personas lo conocen, pero es bastante efectivo para maleficios de esta índole. Si no hubieras actuado tan rápido...

—No siga—respondió la chica, tajante—. No lo diga.

Pero si aquella voz era de...

—¿Hermione?—pregunté, intentando abrir los ojos.

—¿Sí?—dijo ella en un tono demasiado alto, tomándome la mano rápidamente.

—¿Qué diablos haces aquí?—al fin pude abrirlos, y lo primero que vi fue a ella, un poco incorporada sobre mi cama, con una mezcla de nerviosismo y congoja en el rostro.

Mi estúpida GrangerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora