LOS VISITANTES

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—María está aquí, quiere verte. Marta y Lázaro están con ella —anunció un joven de aspecto casi etéreo en su túnica de lino trigueño, mientras volvía del extremo del huerto donde recogía aceitunas.Tres siluetas se apresuraban, en efecto, en la parte baja del sendero enpendiente, casi negras bajo el sol aplastante de Koshba. Los olivos se estremecieron con la brisa, como saludando su llegada; unmurmullo plateado. El hombre a quien habían avisado se irguió en la banqueta donde estabahablando, al sol, con un personaje de más edad. Tomó el bastón que tenía allado y se levantó rígidamente sobre sus pies vendados. Dio tres pasos hacia losvisitantes.Los visitantes le reconocieron y apresuraron el paso. Llegó un momento enque casi corrían. La primera en llegar fue María. Le miró, jadeante, conmovida, al borde de las lágrimas. La emoción turbaba su rostro, pálido entre los plieguesde su manto negro. Luego se inclinó y, tomando con precaución la mano del hombre, la besó y la oprimió contra su mejilla.Parecía que llevase una nube consigo, pues se deshizo en lágrimas. La palma se ahuecó para adaptarse a la forma de la mejilla. Ella la apretó sobre sus labios. Interrogó al hombre con la mirada y encontró de nuevo aquella mezcla paradójica de distanciamiento y ternura que tan bien conocía.—No deberías haberte levantado —dijo ella

—. Ve a sentarte, te lo ruego. Él sonrió. Era lampiño, pero una barba de tres días sembraba de pelos blancos su rostro, en contraste con la irreductible juventud de sus rasgos.—No estaría aquí de no haber sido por ti — dijo. Pero aceptó de todos modos la invitación y retrocedió los mismos pasos que había dado para recibirles.

Los otros dos visitantes se acercaron y tomaronla mano del hombre, la besaron y la oprimieron contra su rostro. Él volvió asentarse en la banqueta y los tres se acuclillaron a sus pies. Permanecieron así,en silencio. El joven que les había anunciado entró en la casa. El hombre de másedad permanecía de pie, erguido y delgado pese a su edad, unos cincuenta años, tal vez más; su rostro ascético estaba enmarcado por una barba todavía oscura y cuidadosamente recortada. Miró con ojos indecisos a las dos mujeres, pero se inclinó con una sonrisa y pronunció las palabras de bienvenida.—Yo soy Dositeo —dijo.—La paz del Señor sea contigo, Dositeo — respondió Lázaro.—Dositeo —dijo el hombre, acompañando sus palabras con unos precisosgestos de la mano—, son Lázaro y sus hermanas, María y Marta. Un brillo se encendió en la mirada de Dositeo. Nunca había visto a aquella gente, pero conocía sus nombres, e inclinó la cabeza con aire cómplice. Examinó sobre todo el rostro de María.—¡Que las bendiciones del Altísimo recaigan sobre vosotros! —dijo con calidez. Lázaro se volvió hacia el hombre y preguntó:—¿Cómo están tus heridas? Los visitantes miraron sus pies. ¿Qué le ocurría a aquel hombre? Siempre abría los ojos a la gente. Distinguieron, bajo las correas de las sandalias, los hilosde los apósitos que ceñían el empeine de cada pie, y reconocieron cada hoja delllantén hervido en aceite, un remedio tradicional, que sobresalía bajo las vendasde lino. Cada uña de cada dedo.

La menor gravilla que brillaba alrededor. Los pies parecían posados en una alfombra de pedrería. Aquellos pies eran los mismos que María había lavado, antaño, conperfumes y lágrimas y secado con sus cabellos. Antaño, como en otra vida. Entonces ella lo había presentido todo.—Las muñecas cicatrizan más deprisa que los pies —respondió elhombre—. Pero ahí las heridas de la piel se han cerrado. Las de los músculos tardan más en soldarse. Un hueso del pie derecho, el que estaba encima, se rompió, de todos modos. No estoy seguro de que en poco tiempo pueda volvera andar con ese pie como antes. Pero acabaré caminando.—Está bien, en cinco semanas —observó Lázaro—. ¿Y la herida del costado?—Ha cicatrizado también. La mirada del hombre se nubló.—¿Habéis venido juntos? ¿No es imprudente? —preguntó.—Hemos tomado precauciones. Marta salió por delante, con José de Ramathaim, y nos esperaron en Damasco. Lázaro y yo les seguimos a tres días de distancia. ¿Qué podíamos temer? —preguntó María.—A los espías. Los espías del Sanedrín. Tal vez a Pilatos.—Todo está tranquilo en Galilea —dijo Lázaro.— ¿Está José en Damasco?—Sólo espera una señal para venir a verte.

—Dile que venga cuando quiera. Y Nicodemo, también. ¿Y los demás: Juan, Pedro, Andrés...?—Pedro y Andrés van a quedarse algún tiempo en Cafarnaum —dijo María—. Les insultaban mucho en Jerusalén. No sé dónde están los demás. El hombre inclinó la cabeza.—Los insultos no han hecho más que comenzar —dijo con tristeza.—Pedro y Andrés no creen que estés vivo —dijo Lázaro—. Creen que les estamos contando historias. El hombre sonrió.—De momento, más vale que sea así. El joven que les había anunciado regresó llevando una bandeja con una calabaza de agua fresca, un frasco de leche de almendras, queso blanco, panecillos redondos, un bol de aceitunas y otro de sal. La depositó en un taburete y se fue. Dositeo se sentó. —Servíos —dijo, indicando el tentempié con la mano—, el viaje ha debidode ser fatigoso.—Un poco más de una hora desde Damasco —respondió Lázaro—. Mejor será que nos marchemos pronto, pues el camino es tortuoso.— ¿Qué noticias traes? —preguntó Dositeo.—En realidad, hemos venido más bien en busca de noticias. Salimos de Betania dos días después de que José y su hijo fueran a buscar a Jesús paratraerlo aquí. Betania está demasiado cerca de Jerusalén. Y la policía del templo había comenzado a buscar a todos los de nuestro grupo como sospechosos de una conspiración... Así que nos replegamos a Magdala, porque allí estamos más seguros. Dositeo frunció el ceño. Los visitantes probaron el aperitivo. Marta y María calmaron, sobre todo, su sed. Todos contemplaban a Jesús, que nodecía palabra. Esperaban una señal, un comentario, pero nada.

A menudo le habían visto violento, pero pocas veces en silencio.—... No sabemos, pues, gran cosa de lo que ocurre en Jerusalén —prosiguió Lázaro.—Nosotros tenemos ciertas informaciones —dijo Dositeo—. El templo y, sobre todo, el antiguo sumo sacerdote Anás y su yerno, Caifás, que le ha sucedido en el cargo, se sienten contrariados por la desaparición del cuerpo de Jesús y parece que piensan llevar a cabo una investigación. La investigación sería realizada por un tal Saulo, que es un jefe oficioso de su policía. El resto del clero también está inquieto, porque según sus estimaciones Jesús cuenta con unos cinco mil partidarios solo en Jerusalén y otros tantos en el resto de Judea. Evidentemente, no hablo de Galilea. Y toda esa gente está llena de resentimiento contra el templo. El clero se preocupa también por la posible agitación de los zelotes, que podrían aprovecharse de ese resentimiento.—¡El tal Saulo es un herodiano! —exclamó Lázaro.—Herodiano o no — prosiguió Dositeo—, llegó a intimidar a Pedro yendo a despertarle a las seis de la mañana, escoltado por una docena de sus esbirros, para amenazarle.—¿Amenazarle con qué? —gritó María.—Con la lapidación, si no revelaba quiénes eran los autores de la conspiración y el lugar donde se encuentra Jesús.—¿Lo sabe Pedro? —preguntó María.—No lo creo. Está convencido de que Jesús murió en la cruz. Respondióque no sabía nada —dijo Dositeo—. Para escapar de los manejos del Templo, él y su hermano Andrés regresaron a Cafarnaum.

En resumen, todos tenéis que permanecer alerta. Las miradas se volvieron hacia el convaleciente Jesús. El les dirigió una mirada fría.—Son peripecias —declaró sin emoción—. El tal Saulo sin duda seguirá persiguiendo a los míos. Y a otros que no conozco. Y después de Saulo, habrá otros. Pero una cosa es segura. El corazón de Israel, que yo he despertado, vomitará a toda esa gente que no son más que judíos con la boca pequeña y que se sienten muy contentos de dormir a la sombra de las águilas romanas. ¿Acaso no lo he dicho ya bastantes veces? Todo acabará en un baño de sangre. YJerusalén se hundirá en él. Un largo silencio siguió a estas palabras. —¿Qué vas a hacer? —preguntó Lázaro, para romper el silencio.—¿Qué puedo hacer? Se han prodigado las advertencias. Jerusalén está sorda. Hablé, pero quienes debían oírme me condenaron a muerte. La piel de los sacerdotes es más impenetrable que la piedra. Habrían podido apagar las llamas, pero la emprendieron con quienes avisaban del incendio. Su voz sonaba firme y casi dura. Dositeo se inclinó hacia los visitantes:—¡No esperéis que reanude su ministerio! Esta vez no le darían cuartel. Sacudieron la cabeza. No y cien veces no, nunca lo habían esperado. Estaban cansados de tener miedo por Jesús. Y de la vehemencia de sus amigos.—¿Te quedarás aquí mucho tiempo? —preguntó María.—Hasta que me restablezca. Luego ya veré.—¿Quieres que vuelva? Se inclinó hacia ella y posó la mano en su hombro.—Sí. Pero sé prudente.

Ella tenía los ojos húmedos.—Sed prudentes, también vosotros, Lázaro y Marta. Nuestros enemigos están en todas partes. Van a multiplicarse. Los visitantes se levantaron y Jesús también se alzó para acompañarles. La campiña de Siria brilló con reflejos de oro y plata. Paz y esplendor. Sin embargo, no era solo tierra. Había fieras que acechaban.

MARIA MAGDALENA : El Complot de la Muerte de JesusDonde viven las historias. Descúbrelo ahora