Herodes Antipas, tetrarca de Galilea y de Perea, se incorporó en su lecho decedro incrustado de plata, sacó de debajo de la cama un orinal de arcilla barnizada, meó y volvió a meter el orinal bajo la cama. Bebió luego un trago de agua perfumada con ceniza de incienso. Se puso las sandalias y, colocándose las calzas sobre la panza, apartó la cortina de lana bordada que cubría la ventana y salió a la terraza de su fortaleza de Maqueronte. El torreón que le servía de palacio en aquel reciente conjunto de torres y edificios erigido sobre un montículo, gozaba de una vista regia. El día se anunciaba espléndido, y el tiempo, seco. El humor del tetrarca, en cambio, era turbulento. En lo inmediato, la causa de su estado era una pesadilla. Una espantosa agitación reinaba en el palacio, y por más que gritaba a diestro y siniestro, nadiele oía. Y de pronto, se encontraba solo, asustado. Y así había despertado, con el corazón en un puño. Apenas se había dormido de nuevo, cuando volvió a tener una pesadilla, y esta vez soñó que un nido de víboras hormigueaba bajo su lecho. Pero la causa más profunda de su mal humor residía en un magma de dudosas informaciones y de reflexiones inconclusas, aunque sombrías, sin embargo, que se venían urdiendo desde hacía algunos días. En primer lugar, las informaciones, si es que podían llamarse de ese modo, consistían en ciertos rumores que corrían por Galilea, según los cuales el agitador y profeta llamado Jesús había resucitado. Ahora bien, esos rumores habían cruzado el mar para llegar a Roma y, evidentemente, habían engendrado un mito según el cual un hombre que resucitaba sólo podía ser un dios. El propio Pilatos había sido informado de ello por el Senado y había puesto en marcha una investigación. Evidentemente, nadie le había dicho ni una palabra de los resultados de esa investigación.
Galilea era decididamente una lamentable herencia. Gobernar aquel país de locos y rebeldes equivalía a dirigir una exhibición de fieras en un circo. A continuación, la imagen de Jesús reavivó en la memoria de Herodes Antipas el recuerdo, doloroso aún, de Juan el Bautista, el santo hombre a quien había dejado decapitar por instigación de su mujer, Herodías. Otros rumores aseguraban que la propia madre del tetrarca, Miriam, llamada también Maltace, se había visto involucrada con otras mujeres en una intriga que consistía en abreviar la permanencia del tal Jesús en la cruz y, talvez, salvarle la vida. Herodes Antipas abandonó la terraza, cruzó la habitación y fue a abrir la puerta. Dio unas palmadas. Los dos guardias armados que permanecían agachados a uno y otro lado se pusieron en pie de un brinco.—¡Que llamen a Menasés! El chasquido de unas babuchas sobre el suelo enlosado anunciaba a Menasés, el chambelán, el confidente, el ciego instrumento, el receptáculo de los tenebrosos sentimientos, el eventual verdugo, seguido por dos esclavos nubios.— Que la jornada de mi amo sea olorosa como el jazmín y floreciente como la rosa —clamó el chambelán, con una ancha sonrisa, tendiendo, en efecto, a su señor una rosa en un pequeño jarrón de cristal de Siria, adornada con una ramade jazmín en flor. Herodes tomó el jarrón, miró a Menasés con ojos torvos y respondió:—Haz que me sirvan el almuerzo. Y ven a verme. Menasés soltó a los esclavos una letanía de órdenes acompañadas con amenazas de sevicia. Un esclavo bajó la escalera para avisar a las cocinas. Menasés siguió a su dueño hasta la habitación y cerró la puerta a sus espaldas.—
¿Qué está haciendo Herodías? —preguntó el tetrarca.—Desayuna en su habitación acompañada por su nodriza y la primera dama de su séquito. Dentro de poco tiempo, hará sus abluciones, pues ya estaban calentando agua en las cocinas cuando subí para que me honrases con tu presencia. ¿Debo enviar a alguien a buscarla?—No. Refunfuñaría y no estoy de humor. He tenido pesadillas.— ¿Debo llamar al astrólogo?—No, suelta cien palabras cuando bastaría con tres. Pero creo que tú entiendes de sueños.—Mi príncipe me alaba demasiado.—He soñado primero que la fortaleza era un caos. Yo llamaba a la gente y nadie me respondía. Luego me he encontrado solo.— ¡Excelente sueño! —exclamó Menasés—. Significa que tu inteligencia no duerme durante el sueño y que desconfías de todo el mundo. Algo juicioso, pues un príncipe no sólo tiene clientes. Lo que has visto en tu sueño es gente agitada por sus propias conspiraciones y que no se preocupa por ti. Todo poder es solitario, ¿no lo sabías?—Y tú ¿te preocupas por mí?—Yo, príncipe, soy tu sombra. ¿Soñarías acaso que has perdido tu sombra? Herodes agachó la cabeza sin excesiva convicción.—El sueño indica que es necesaria la vigilancia —prosiguió el chambelán—. ¿Eso es todo?—No, en otro sueño, un nido de víboras se retorcía bajo mi lecho.—¿Ninguna de ellas te mordía?—No.—Admirable sueño, también. Sabes descubrir a los enemigos hasta en tu propia casa. Llamaron a la puerta y Menasés fue a abrir; era el almuerzo. El chambelán tomó la bandeja y él mismo la puso en una mesa baja, ante la cama: requesón con miel, dátiles confitados, un bol con granos de granada, una jarra de leche caliente y tortas. El esclavo iba a retirarse cuando el chambelán le recordó en tono seco: «¡El orinal!». El esclavo tomó el orinal bajo la cama y salió.
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MARIA MAGDALENA : El Complot de la Muerte de Jesus
Ficción históricaAdaptación sobre la obra original del escrito francés G. Massadie. Cesar Imbellone, autor de Templarios Hijos del Sol y el Hijo de la Promesa, nos trae esta obra adaptada con información actualizada por un miembro de la Orden del los Caballeros Temp...