DOS CONFLICTOS

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El individuo que sufre las fiebres es semejante al poseído por los demonios: está fuera de sí. En el interior de su cuerpo, los agentes de las fiebres, minúsculos servidores del mal, proliferan y se agitan. Envenenan su sangre, sus pulmones, sus entrañas, sus líquidos transparentes, los órganos destinados a su locomoción y a sus sentidos. Inflaman los unos, devastan los otros, saquean altercero, inflaman, laceran, desnaturalizan. Contaminan con su hedor el aire y le dan un aliento infernal, hacen palidecer a quien era rojo y enrojecer a quien era claro. El febril, como el poseído, suda, chorrea, escupe, lagrimea, mea, llora, caga. Ya no es dueño del miserable despojo que tiene por cuerpo. Se le niega el gozo de la luz. Los vahídos le hacen ver el sol a mediodía, y los desfallecimientos, la noche en pleno día. El aire que respira se convierte en ascuas o en hielo. Sus huesos están a punto de romperse, sus músculos se ven atravesados por los dolores. Apenas se ha debilitado el cuerpo cuando el cerebro cede ante los achaques. La fiebre le hace delirar. Entre tanto, los agentes de las fiebres se activan. Necesitan un evidente signo de victoria, necesitan levantar sobre la piel sus estandartes. Entonces, en los cuerpos demacrados aparecen bubones, pústulas, herpes, manchas negras, manchas lívidas overdosas, úlceras, para

que todos reconozcan su poder en esos síntomas evidentes.Todo ello sucedió en Jerusalén cuando los sacerdotes del Templo, sus esbirros y sicofantes, enloquecidos por los rumores que circulaban sobre la resurrección del hombre que había sido crucificado antes de Pascua, decidieron reaccionar. Emprendieron la caza de aquellos a quienes llamaban judíos apóstatas, los discípulos de Jesús. Ebrios de frustración al no poder extender sus exacciones a Galilea, donde sabían que más de un garrote les habría aplastado el cráneo, se limitaron a Judea. Tenían para ello una buena razón: era una provincia romana y allí el Sanedrín podía extorsionar al procurador. En caso de que se opusiera a sus feroces expediciones, le montarían un buen motín.

La empresa pareció facilitada por el hecho de que el procurador estuvierade vacaciones en Cesárea. Sus adjuntos en la Procura no hubieran tenido el valor de oponerse a los manejos de la policía del Templo. Aquella chusma que eran los discípulos de Jesús iba a ver de qué pasta estaban hechos los maestros del Templo. El jefe de la represión fue Saulo. Mantenía una banda privada de sicarios que recorrían la ciudad alta y la ciudad baja en busca de aquellos que habían sido denunciados como discípulos del galileo, y si la acusación era fundada, los azotaban, saqueaban sus casas, rompían a bastonazos sus recipientes, impedían a sus vecinos comprar en las tiendas de los que eran mercaderes, parir en manos de quienes eran comadronas, dejarse cuidar por aquellos que eran ensalmadores. Aparecían en casa de la gente en plena noche, arrancaban a los hijos del pecho de su madre y apaleaban a los muchachos que intentaban defender a su padre. La cima de su horror fue exactamente lo que creyeron su más brillante triunfo. Ayudados por la policía del Templo, los sayones de Saulo echaron el guante a un hombre llamado Esteban. Hubiera sido preciso juzgarlo ante un tribunal propiamente dicho. Pero tan solo se formó una comisión de espadachines reunidos de inmediato presidida por Saulo.—¿Eres tú ese al que llaman discípulo del blasfemo Jesús?—No es un blasfemo, es el Mesías.— ¿Lo oís? ¡Está confesando! ¿Y eres tú el que dice que ha resucitado de entre los muertos?—Ha resucitado. Lo proclamo.—¿Oís? ¡Blasfema también! Un hombre como aquel, por opinión unánime, solo merecía la muerte. Para ejecutar a un ciudadano de la provincia romana de Judea, hubierasido necesario el consentimiento del procurador. No se preocuparon por ello. Esteban sería lapidado. La sentencia debía ejecutarse en el acto. Llevaron al hombre al exterior de los muros. Le desnudaron y arrojaron su ropa a los pies de Saulo. Éste levantó el brazo. Comenzó la lapidación. Por suerte para Esteban, una enorme piedra le alcanzó en la cabeza poco después del suplicio. Cayó con el cráneo destrozado. Los verdugos se replegaron en semicírculo en torno a Saulo. Mil hieroso-limitanos asistieron a la ejecución. Aquello debía servir de ejemplo. —¡Arrojadle a la fosa común! —ordenó Saulo. Cuando abandonó el lugar, un hombre aguardó por él. Conocía a Saulo y Saulo le conocía a él. El hombre le escupió a la cara. Saulo palideció y echó mano de su daga.

MARIA MAGDALENA : El Complot de la Muerte de JesusDonde viven las historias. Descúbrelo ahora