EL SERMON EN EL HUERTO

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EL SERMÓN EN EL HUERTO

El hijo de Joaquín se había mostrado diligente. Regresaron casi al mismo tiempo. El primero fue Simón el Zelote; su silueta achaparrada se detuvo unos instantes en el umbral del huerto y luego avanzó hacia Jesús, que estaba solo en ese momento. Estiró el cuello, como el astuto campesino que era, para asegurarse de que efectivamente era su maestro el que estaba de pie ante él.—Simón — dijo tranquilamente Jesús. La mandíbula del discípulo tembló.—¡Tú! Cayó de rodillas e inclinó la cabeza, con la melena hundida en la túnica.—Levántate. Tomó las manos de Jesús y las besó, luego se levantó y estrechó entre sus manos los brazos de Jesús.—¡Lo sabía, lo sabía! El Señor no podía abandonarnos. He rezado. Has vuelto. Descubrió una de las cicatrices en la muñeca de Jesús y le tomó la mano, examinando la huella nacarada del clavo. Luego se inclinó sobre los pies y acarició con el dedo, del mismo modo, las cicatrices.—¿Te duele?—No. Algunos gestos son más lentos, eso es todo.—¿Dónde te has metido todo este tiempo?—Me he estado recuperando. ¿Y tú?—Los demás ya te lo habrán contado. Para mí, como para ellos, todo había terminado. Volví a Endor. Soy hortelano, como sabes. Reanudé mi trabajo. Formo parte de los soldados de nuestra milicia. Miró a Jesús.—Ven a Moré, está cerca de casa. Allí se hacen los reyes. Te haremos rey. Joaquín y todos los demás te coronaremos.—No se trata de realeza, Simón.— No, pero sólo un rey puede purificar este país. Y ese eres tú, nuestro Mesías.—¿Quién me ungiría, Simón? Es demasiado tarde para hablar de eso.

—¿Dónde están los demás? —preguntó Simón.—En la mar. Entretanto, llegó María, que tomó las manos del discípulo mientras Simón la contemplaba.—No sé lo que has hecho, mujer, pero lo has hecho bien porque estás aquí. Ella inclinó la cabeza.

Tadeo llegó por la noche de Tiberíades, y Santiago de Alfeo volvió del lago Hula a la hora en que Pedro y los demás regresaban de la pesca. La confusión reinó unos momentos en el huerto de Pedro. Los que estaban presentes recibieron con gritos de alegría a los recién llegados, y estos miraron desconcertados a su alrededor. —¿Dónde está?—¿Estás ciego? Nuevos gritos, lágrimas, besos, efusiones. Se sentaron junto a Jesús. Tadeo se deshizo en lágrimas y Santiago de Alfeo parecía lleno de estupor. Era su hermanastro; le habían apodado «Hijo de Alfeo» porque era el único de sus tres hermanos que había sido recogido por un tío llamado así. También había sido el único en unirse a sus discípulos. Los vínculos de la sangre habían aumentado entre ellos gracias a un afecto y una reverencia privilegiados. Jesús le llevó aparte. Santiago tomó la mano de Jesús y la posó en su mejilla.—Hermanito —dijo—, estás vivo. Tu mano es cálida. ¿Cómo es que vives?—Fui salvado de la tumba.—¿Por quién?—María, y otras mujeres. Y hombres. Conspiraron para que no me quebraran las piernas. Volví a abrir los ojos en la tumba. —María —murmuró Santiago.—Se rebeló contra mi muerte, contra el suplicio. Pensó que lo que hacían unos hombres ella podía deshacerlo. Convenció a Maltace, José de Ramathaim, Nicodemo y otros. Dio dinero para sobornar a los soldados.—Te volvió a dar la vida que tú habías devuelto a su hermano. ¿Y tú ignorabas esa conspiración?—¿Cómo podía saberlo? Yo era prisionero de Caifás y los sacerdotes. Talvez ella temió, también, darme falsas esperanzas. Tal vez temiera mi negativa.Tal vez ni ella misma estuviese segura del éxito de la conspiración. Algunas cuestiones del espíritu humano son indescifrables, inextricables, como ovillos

de hilo con los que ha jugado un gato. Sé que hasta que volvió a verme, permaneció sin noticias de mí e ignoraba si yo estaba vivo o muerto.—¿Lo saben los demás?—No. Se niegan a admitir que una mujer haya podido salvarme la vida. De todos modos, la inspiración del Señor es lo que guió a María.—¿Y luego, cuando te metieron en la tumba?— Antes del suplicio me habían hecho beber vino con mirra. Yo estaba dormido, y no tuve ningún sueño. Cuando abrí de nuevo los ojos, me costaba respirar. Tenía la mortaja echada por encima; habían cuidado de no coserla. No habían puesto el sudarion sobre mi rostro. Aparté la mortaja. Sentía un insoportable dolor en las muñecas y los pies. Entonces llegaron unos hombres para llevarme con ellos: José, Nicodemo y sus criados. Me costaba permanecer despierto y más aún permanecer de pie. No sabía nada, no comprendía nada. Todo lo supe más tarde, estando en Koshba.—¿Con Dositeo? Jesús asintió con la cabeza. A continuación se hizo el silencio.—La carne... — dijo Santiago. Las miradas se cruzaron.—Fue creada por el Señor —dijo Jesús. Clavó en Santiago una mirada en la que la paciencia se teñía de ironía. Su hermano, como él decía, aunque hubieran tenido madres distintas, nunca había demostrado hostilidad, ni siquiera condescendencia, respecto a María, como Tomás o Felipe. Pero era de los que corren sobre el deseo sexual el velo del silencio; se trataba de un deseo terrenal. Y desde el comienzo de su ministerio público, Santiago y los demás le habían atribuido una exaltada naturaleza que excluía el deseo.—La carne no acalla el espíritu —prosiguió Jesús—. Sólo debilita a los débiles. El pecho de una mujer alimenta a un niño y sacia la sed de un hombre. Aquella imagen hizo que Santiago diera un respingo.—Intentaré ser fuerte —dijo. Y al cabo de un rato añadió—: ¿Tu madre no sabe nada aún?—No, no hay que ponerla en peligro. Los espías del Templo están por todas partes. Podrían interrogarla. ¿Qué hacías tú en el lago Hula?—Estaba al servicio de unos compañeros pescadores. Tenía que ganarme la vida. No podía permanecer en Jerusalén. Era tu hermano y tu discípulo. Partí al día siguiente de tu... de tu muerte.—¿Y tu mujer y tus hijos?

MARIA MAGDALENA : El Complot de la Muerte de JesusDonde viven las historias. Descúbrelo ahora