LANZAR VUESTRA ANCLA AL CIELO

421 16 0
                                    

Quehat, el rabino de la sinagoga de Cafarnaum, aquel gran edificio de piedra negra que se veía a lo lejos, desde el mar, era un hombre franco. Que tuviera corazón no implicaba que se inclinase a los vagabundeos del espíritu. Eran precisos hombres como él para afrontar las preguntas de los galileos de la ciudad, pescadores y campesinos a quienes las labores del mar y de la tierra no disponían, precisamente, a la finura de las interpretaciones que podían hacersede la ley en Jerusalén. En cambio, siendo natural de Galilea, evitaba asustarles con los excesivos rigores de la Ley. A fin de cuentas, esas personas ya no eran hebreos en el desierto, y sabía que si hubiera aplicado todas las prescripciones del Levítico, ellos habrían desertado y habrían adoptado las religiones sin mandatos de los sirios y los fenicios, mucho más flexibles, con aquellas Ishtar y aquellos Baal que se acomodaban muy bien a las transgresiones. Los denarios del Templo se hubieran resentido. Quehat era, pues, un hombre moderado. Dos días después de la llegada de Jesús a la ciudad, su mujer le informó de que corría un rumor según el cual el predicador que había sido maestro de dos pescadores, Pedro y Andrés, y al que habían crucificado en Jerusalén justo antes de Pascua había resucitado. En otra época, Quehat había ido a escuchar a Jesús cuando pasó por Cafarnaum. Para no hacerse una idea superficial del hombre que atraía a las multitudes de la región, se había unido a la muchedumbre que había seguido a Jesús hasta una colina, no lejos de Cafarnaum. También él había sido sensible al carisma del hombre y, sobre todo, a su elocuencia, en la que apreciaba el ingenio poético del tisbita Elías. Había reconocido también la inspiración de Jesús: era un deuteronomista de la nueva tendencia, para el que la calidad era la mayor virtud, y que relegaba a un segundo plano todos los códigos, no sólo los del Deuteronomio sino también, y sobre todo, los del Levítico. En realidad sólo era fiel al Deuteronomio en la preparación de los corazones. Por esa razón, Quehat se abstuvo tanto de hacer alabanza de Jesús como de criticarle. Ignoraba las causas exactas de la condena impuesta por el Sanedrín en Jerusalén, y deploraba tan severa pena, la pena capital, pero ¿quiénera él para discutir abiertamente las decisiones de los sabios de Jerusalén? Sin embargo, el rumor que su mujer le había comunicado le contrarió. Aunque sólo fuera una fábula nacida de la ordinaria locura de las almas simples, lo cierto era que circulaba; es decir, que alguna gente conservaba un tenaz recuerdo de Jesús y de su enseñanza.—Mujer, era un hombre como yo, le vi. Los humanos no resucitan.—No he dicho que hubiera resucitado, te digo que se comenta por ahí —se apresuró a responder la esposa de Quehat—. Y también, que lo han visto en la ciudad.—Pues bien, abstente de repetirlo. El silencio es purificador.

Resultó que aquella noche un sacerdote del Templo, llegado para discutir sobre el tributo anual, cenaba en casa de Quehat. El rabino y el emisario intercambiaron noticias de sus ciudades.—Corre un rumor por Jerusalén —declaró el emisario—, y al parecer hallegado incluso hasta nuestra colonia de Roma. Según se dice, el nazareno Jesús,aquel que hicimos crucificar por el procurador Pilatos antes de Pascua, con dos zelotes, habría resucitado. Y todo porque encontraron su tumba abierta y vacía pocos días después de haberle depositado en ella.—¿Estaba vacía la tumba? —preguntó Quehat, sorprendido.—La explicación me parece evidente: sus discípulos robaron el cuerpo de allí para hacer creer que había salido vivo. Supongo que algún impostor ocupará su lugar. La brisa hizo temblar las lámparas colgadas de los muros. ¿Debía informar o no al emisario de Jerusalén?—Sí, un rumor semejante ha corrido también por aquí —declaró con voz átona.—¿Aquí?

—Sin duda lo habrá traído algún viajero —respondió Quehat, que había advertido el interés de su huésped.—¿El mismo rumor?—Alguien, cuya identidad desconozco, ha afirmado que el tal Jesús resucitado había pasado, incluso, por Cafarnaum. Pero, como te podrás imaginar, de haber sido así (y que el Señor aparte mi lengua de las fábulas), se habría sabido. Perdóname, pero no creo en las resurrecciones.—Yo tampoco —concluyó el sacerdote.

MARIA MAGDALENA : El Complot de la Muerte de JesusDonde viven las historias. Descúbrelo ahora