—Bien —dijo Jesús, a la mañana siguiente de la derrota de Malkiyya (era casi exactamente la hora en que Saulo y Caifás se devanaban los sesos para prevenir el peligro de aquel que llamaban Mesías)—, ahora tenemos que encontrar a los demás: Felipe, Mateo, Santiago de Alfeo, Tadeo, Simón el Zelote, Judas de Santiago, Natanael. ¿Sabéis dónde están? —preguntó a los presentes.—Yo sé dónde está Tadeo —dijo Juan—. En Tiberíades.— Santiago de Alfeo, según creo, es pescador en el lago Hula —precisó Andrés—. Y Natanael ha regresado a Caná. Se mencionaron otras localidades, como Dafne, Betsaida e incluso Tiro. Pero eran suposiciones mejor o peor basadas en las indicaciones que se habían dado mutuamente al abandonar Jerusalén, durante los días que siguieron a la crucifixión. Tal vez los discípulos que faltaban se hubieran replegado hacia otros lugares. Sólo había una cosa segura: todos habían subido hacia el norte y, principalmente, hacia Galilea, donde Jesús los había reclutado tres años antes. Ni uno solo había permanecido por voluntad propia en Judea, país ahora aborrecido. Pero, era evidente, se habían perdido de vista. ¿Qué podían hacer? Partir en su búsqueda era tan arriesgado como aleatorio, pues la llegada de los emisarios de Herodes Antipas a Magdala probaba que también el tetrarca se movía. Era comprensible, por otra parte, puesto que reinaba sobre Galilea.—Llamad a Joaquín —dijo Jesús.
Llegó al anochecer, cuando hubo encerrado el rebaño. No demostró ninguna emoción ni temor. Su actitud demostraba reverencia y sencillez. Sin duda le habían contado que Jesús había salido vivo de la tumba; aquello no le turbaba. La presencia divina formaba parte de su cotidianidad. Esa era la explicación de la aparente desenvoltura con la que se había presentado a Jesús la víspera y le había mostrado la daga del emisario de Simón ben Josías.—Maestro, me has llamado. Aquí me tienes.
—Yo tenía un discípulo llamado Simón. Lo conocí en Endor. ¿Sabes dónde está ahora?—Lo descubriré.—Tenía otros discípulos. ¿Podrás recordar sus nombres? Felipe, Mateo, Simón el Zelote, Judas de Santiago, Tadeo, Santiago de Alfeo y Natanael.¿Puedes encontrarlos?— Felipe, Mateo, Simón el Zelote, Judas de Santiago, Tadeo, Santiago de Alfeo y Natanael. Creo que sé dónde está y dónde puedo encontrar a Simón el Zelote. Debe de seguir en Endor. Maestro, si eran tus discípulos, los encontraré sin dificultades, ya que son conocidos. Dame unos días y lo haré.—Si puedo ayudarte, creemos saber dónde están tres de los antiguos discípulos: es posible que Tadeo esté en Tiberíades, que Santiago de Alfeo sea pescador en el lago Hula y que Natanael se encuentre en Caná.—Cuando los hayas encontrado a todos, Joaquín, diles que les espero aquí, en Cafarnaum, en casa de Pedro. Tal vez no te crean. Diles entonces que Pedro, Andrés, Santiago y Juan de Zebedeo y Bartolomé están ya aquí. Y también, Lázaro —añadió Jesús mirando al mencionado—. Vete, y que el Señor proteja tus pasos. El hombre se inclinó y besó las manos de Jesús. Lázaro siguió a Joaquín y le tendió una bolsa para que pagara sus gastos y como compensación por los días que no iba a trabajar.—Pero si voy a enviar a mi hijo —dijo Joaquín, apartando suavemente la mano de Lázaro.—Dásela entonces a tu hijo —insistió Lázaro.
A la espera de que Joaquín hubiera realizado su tarea, Jesús exigió que reanudaran todos su trabajo de pescadores. Había que ganarse el pan, y María, Marta y Lázaro ya se encargaban de la vida cotidiana de Jesús, como habían hecho desde el primer día e incluso antes, cuando había exorcizado a María. De modo que Santiago, Juan y Bartolomé fueron a buscar su barca a Betsaida y, de regreso, pescaron junto con Pedro y Andrés.—Sólo reanudaremos nuestra tarea cuando estemos todos reunidos. Entonces os explicaré cuál es esa tarea. Nueve días más tarde, el primero que llegó fue Natanael. Jesús estaba solo con María y Lázaro en el jardín, y Marta ayudaba a las demás mujeres en la cocina, para alimentar a toda aquella gente. Tomás había ido a hablar con el rabino Ragüel. Y apareció Natanael. Con pasos prudentes, bajó los tres peldaños, divisó al grupo bajo el árbol y se detuvo. No tembló, no se inquietó, no se dejó alterar por la emoción. Jesús se había levantado. Se dirigió a él y le miró largo rato. Ante la sorpresa de María y de Lázaro, no tomó las muñecas de Jesús para comprobar que era él, ni examinó sus pies, ni hizo preguntas. Solo escuchó su corazón. Le miró, le reconoció y corrió hacia él. Se abrazaron sin decir palabra.—Había oído decir que estabas de regreso — comenzó—. Pero no sabía dónde te hallabas. Simón el Zelote, a quien visitaba de vez en cuando, también había oído decir que habías regresado, pero tampoco sabía dónde estabas. Se preguntaba si la gente no estaría tomando sus deseos por hechos reales. Quienes me habían comunicado tu regreso parecían dudar de ello. Yo no. Lo que nunca quise creer es que hubieras muerto para siempre. Jesús sonrió y le abrazó de nuevo. Había esperado que derramaría lágrimas, pero solo apareció su sonrisa de confianza. Luego, en un gesto que asombró a Jesús, Natanael tomó a María en sus brazos y la abrazó también. Intercambiaron esos balbuceos en los que el corazón habla mejor que la boca. María, confusa, se apresuró y fue a buscar vino, pan y sal. Luego Natanael se volvió hacia Lázaro y ambos jóvenes se dieron también innumerables abrazos. No se habían vuelto a ver desde la última comida antes de Pascua. Natanael preguntó por los demás. Vivía así, con la ligereza que se atribuye a los ángeles. Si Miguel, Rafael y Gabriel hubieran aparecido, les habría abrazado del mismo modo.—Los que se encuentran aquí han ido a pescar y estamos esperando a los demás —explicó Jesús. Luego añadió—: Os dispersasteis.—Sí, nos dispersamos. El día de Pascua estábamos aterrados. No creo que ninguno de nosotros la celebrase...—¿No celebraste la Pascua al día siguiente? Aquella segunda celebración del Éxodo era ocasión para ágapes que duraban hasta muy tarde y que reforzaban los vínculos familiares, vecinales, amistosos.—No, ayuné. ¿Quién habría podido probar bocado? No dejaba de pensar en nuestra última comida y lloraba. Sé que también Pedro y Andrés ayunaron. El sábado salimos y alguna gente nos reconoció a Juan, Santiago, Bartolomé y a mí, y nos insultaron. Nos trataron de zelotes, y era una situación peligrosa. En cuanto hubiéramos abierto la boca la policía del Templo nos habría detenido y, sin duda, nos habría ejecutado. María y Lázaro se ofrecieron a recogernos en Betania, y José en Ramathaim, pero ¿de qué hubiéramos vivido? Era peligroso, además: la policía había sabido por Judas que nos habíamos encontrado en Betania, en la casa de María, y José era sospechoso porque, junto a Nicodemo, había recogido tu cuerpo. Me marché el domingo por la mañana.
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MARIA MAGDALENA : El Complot de la Muerte de Jesus
Historical FictionAdaptación sobre la obra original del escrito francés G. Massadie. Cesar Imbellone, autor de Templarios Hijos del Sol y el Hijo de la Promesa, nos trae esta obra adaptada con información actualizada por un miembro de la Orden del los Caballeros Temp...