Capítulo IV - Innonimatus
Las imágenes cruentas de un pasado doloroso lo atravesaron, y en su soledad se volvió a transportar a aquel momento. Tzargorg... Innonimatus... Mérdmerén... Irijada...
Los vientos salvajes le golpeaban el rostro y el pelo largo, negro y lustroso. El frío le calaba hasta los huesos. En el pecho musculoso, descubierto, lucía un tatuaje negro que le cubría medio torso y que había grabado con tinturas del bosque. En la frente, una marca hecha con la sangre fresca del animal que mató para alimentar al clan. Su nombre, Tzargorg, dominó por tres generaciones. Él lo heredó tras derrocar y decapitar a su propio padre; su padre hizo lo mismo con el suyo. Así es la ley salvaje de Madre: el joven fuerte sustituye al viejo. Solo unos pocos elegidos sobreviven a la furia de Madre.
Sus ojos se pasearon por la tranquilidad de la llanura donde se asentaba su clan. El pasto estaba húmedo por el llanto de la noche, el sol apenas era un gesto tímido en el horizonte. Sobre una roca titánica, observaba a la naturaleza desenvolverse, respiraba cada célula de Madre...
Una voz lo sacó de su ensimismamiento. Un joven escuálido de piel morena, y ojos y pelo oscuros le hablaba.
—¿Cuánto cuestan estas varas de pastoreo? —preguntó Manchego algo inseguro. Parecía que ese
vendedor estaba enfermo de la cabeza, con esos ojos que no enfocaban, el rostro confuso. El chico se había dirigido a esa tienda, El Pastor de Pastores, por su fama. Decían que poseía los mejores y más variados materiales, como varas, chaquetas, batas, botas o cuchillos para esquilar. Pero el vendedor no parecía estar por la labor de atender a sus clientes. El mozuelo escrutó el rostro del hombre extraño, de piel dorada y ojos celestes, los típicos rasgos de un Hombre Salvaje. Nada lo perturbaba, era como si la mitad de su cuerpo estuviera en otra dimensión.
Aparentaba estar en su quinta década. Quizá era más joven, pero las marcas de dolor en el ceño debían de añadirle inviernos a su edad. Tenía la piel arrugada, quizá a causa de la ira del clima, tal vez por otra cosa. Algo en su semblante gritaba socorro. Su mirada era de una tristeza en busca de redención.
El vendedor meneó la cabeza un par de veces.
—¿Quién te ha dado ese chaleco?
Manchego se quedó perplejo y, al instante, se puso nervioso. Nadie le había hecho aquella pregunta. Detrás de las arrugas, de la expresión fatigada, había un hombre que reaccionaba con agilidad. —Ehhh... Me lo dio mi abuela. Dice que perteneció a mi abuelo, pero ella me lo adaptó a mi tamaño. Parece que soy mucho más flaco que él. —El muchacho se encogió de hombros—. Lo uso todos los días. Es el único recuerdo que tengo de mi abuelo. El muchacho bajó la cabeza, azorado por la mirada del vendedor, que parecía capaz de reventar piedras. El hombre no apartaba sus ojos del chaleco, como si estuviera analizando cada una de sus fibras con las yemas de los dedos.
El joven se irritó y se retiró medio. No comprendía a qué venía tanto interés. —Es piel de llama, animales rumiantes que crecen en la salvaje Devnóngaron —dijo el Salvaje—. Está muy bien conservado.
—Es mérito de mi abuela... Bueno, yo también lo cuido. Es un recuerdo de mi abuelo y lo respeto, aunque nunca no lo conocí.
—Recuerdos... —saboreó el hombre, rascándose la barbilla cuadrada.
Tenía el pelo oscuro con algunas canas. Vestía una túnica sencilla que dejaba al descubierto gran parte de su cuerpo alto y musculoso. Sus antebrazos parecían tenazas, las manos callosas eran el testamento de momentos peligrosos. Parecía orgulloso de su piel y sus marcas. —Los recuerdos pueden ser dolorosos y hacer daño cuando uno menos lo espera —repuso el hombre—. Pero también nos nutren de alegría... o de tristeza. Ese chaleco —dijo apuntando con un dedo— ha sido testigo de experiencias únicas. Manchego se cubrió el chaleco con las manos, como si temiera perderlo.
—¿Cuál es tu nombre, pastor? —preguntó el vendedor con expresión serena y se sentó en un banco de madera castigado por el sol. Los ojos celestes y profundos quedaron a la altura de los de Manchego, que no lograba desasirse de la incomodidad que le producía el escrutinio del hombre. —¿Cómo sabe que soy pastor? —se alarmó el chico.
—Ese chaleco, pastor, es un chaleco para pastores. Está diseñado para los amantes de la vida. Tu abuelo debió de ser un gran personaje. ¿Conoces a algún joven como tú con un chaleco similar? No lo creo. ¿Cuál es tu nombre?
—Manchego —respondió con timidez.
—Manchego, el pastor —musitó el vendedor— Ese nombre no te pertenece. ¿Te han dicho eso? Quien te llamó así por primera vez seguramente no fue tu madre.
Manchego se sintió asaltado por aquellos ojos que parecían penetrar en sus secretos más profundos. En la escuela siempre había sufrido por las burlas. Los compañeros le decían que tenía nombre de queso de oveja, algo que jamás le había caído en gracia. —Mi abuela me puso el nombre —respondió casi sin aliento—. Mi madre me abandonó...nunca la conocí.
Hablar de sus orígenes a sus trece años le puso de mal humor.
El vendedor le guiñó un ojo. —En nuestra tierra, creemos que el nombre viene con el viento que te dio origen. El nombre no es algo que te venga impuesto, más bien te fusionas con él. Es decir: el nombre te lo ganas con honor y gloria. Si no vives de acuerdo a las características de tu nombre, te traicionas. Tú, joven pastor, tienes que encontrar tu verdadero nombre. Ese nombrecillo que te han puesto no encaja contigo. En tus ojos hay más que esa simpleza. En ti hay fuego, luz, una fuerza... extraña. Eres único, pastor. No te traiciones. Nunca te traiciones.
El vendedor perdió la mirada en el mar de su alma, náufrago de su propia existencia. —¿Y usted cómo se llama?
El vendedor reaccionó de una manera extraña. Parecía querer salir corriendo.
—Mi nombre es Balthazar —dijo con dificultad—. Mi verdadero nombre se murió cuando yo... —Volvió a sumergirse en un mundo en el que solo él entraba. Algo del pasado lo perseguía.Manchego tuvo la sensación de haberle provocado un dolor inmensurable al vendedor. Decidió devolver la atención a las varas.
—No tiene precio —espetó el vendedor en un arrebato—. Nada de lo que hago se puede comprar con monedas de metal. Solo podrás conseguir alguno de estos objetos si vives con la intensidad de tu verdadero nombre. Si logras encontrar tu verdadero nombre, quizá me incline a regalarte una de estas — dijo sosteniendo una vara—. Bueno, Manchego, es hora de
que te vayas. Algo reposa dentro de ti y no ha encontrado la manera de madurar. Sé que andas en busca de algo, que el pasado te persigue. Eres como yo: un alma perdida en el mar de su soledad. Regresarás, y ese día me solicitarás ayuda para encontrar tu camino. Lo sé."
Manchego se quedó sin palabras. «¡Gracias!» fue lo único que pudo decir y corrió hacia la tienda de Ramancia, a conseguir la pócima para la gallina.
Los ojos de Balthazar siguieron al joven hasta que se perdió entre la muchedumbre.
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EL SACRIFICIO (La Guerra de los Dioses nº 1)
FantasyUn joven pastor estudia el horizonte ocupado de nubes grises. El verde pasto masticado por los rumiantes pronto morirá. Los tiempos han cambiado y la paz en el pueblo ha sido sustituida por angustia y temor. El joven fue llamado Manchego por su a...