CAPÍTULO XXIII - UN CORAZÓN DESTROZADO

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Capítulo XXIII - Un corazón destrozado

Allí, fuera de casa, Lulita no se desasía de su preocupación. Una luna decrépita brillaba casi sin luz. «¿Qué está pasando que ni siquiera el dios de la luz puede solucionar».

La anciana aguzó los sentidos. Manchego no contestaba, a Balthazar no lo veía por ninguna parte: algo terrible ocurría. Oyó los cascos de los caballos en el establo. La puerta estaba abierta. Al entrar, encontró a Sureña agitada, cubierta de sangre... fresca. Examinó a la yegua, pero no halló una herida que explicara tanta cantidad de sangre.

Unos ladridos desesperados y melancólicos sonaron a lo lejos. Lula salió disparada, dominada por el espíritu de la guerrera que aún llevaba dentro de sí. Corrió al límite de sus fuerzas, sus viejas articulaciones colaborando sin quejarse. Llegó a su casa, fue a la cocina y de una gaveta sacó una llave de cobre. Fue a su habitación, de un manotazo barrió los adornos que reposaban sobre un baúl gigante y lo abrió con la llave.

Las bisagras chirriaron después de tantos años sin uso. Del interior, se escapó un aliento a olvido. Sacó un hacha larga, con un mango de madera envuelto en piel de wyvern. La cabeza era de un tipo de piedra especial, pesada y filosa.

Estaba cubierta por un fino velo de polvo. La mujer sopló para quitárselo. Cogió también un arco largo con plumas de ave en los extremos y una aljaba llena de flechas con punta de piedra volcánica. Se ató el hacha a la espalda, el arco se lo colgó al hombro. Salió corriendo con la aljaba en la mano.

Estaba lista para matar.

Montó a Sureña y salió disparada hacia los ladridos de Rufus. La noche la envolvió con su negrura. En el cielo, encapotado, la luz plateada de la luna se colaba como lápidas de piedra. En poco tiempo, alcanzaron el Observador. No había nadie, pero los ladridos se recrudecieron. Más lejos, cerca de la ceiba del Mamantal, algo se vislumbraba. Lula supo que era Rufus. Se bajó del corcel, mirando a todas partes, lista para defenderse. No encontró nada. Se aproximó al perro. —¡Rufus! ¡Dime qué ha pasado con mi niño! ¡Qué ha pasado! ¡Dímelo! ¿Dónde está Manchego?

Rufus cesó de ladrar cuando la abuela mencionó el nombre de su amo. La mirada se le nubló y aulló con dolor. Después continuó ladrando furioso, hacia el suelo, al punto justo donde la tierra se tragó al chico. A la anciana no le hacían falta palabras. Rompió a llorar y durante un buen rato no fue capaz de otra cosa. La cabeza empezó a dolerle, como si las lágrimas estuvieran a punto de hacer estallar un dique. Sureña rebufó y la mujer calló.

Oyó botas que pisaban la grama. Eran más de un par. Un parche entre las nubes permitió el paso de luz plateada, que fue a parar justo sobre tres superficies metálicas, que reflejaron aquella luz. Sureña se soliviantó, pateó el suelo. La abuela se subió a la yegua y con un toque en las costillas la animó a entrar en batalla.

El animal trotó hacia los soldados, dirigido por Lula, antiguo miembro de las legiones del emperador. Los soldados se detuvieron, prepararon los escudos y tensaron los arcos. Las flechas apuntaban al corazón de la yegua. Pero no conocían a la amazona que iba encima, hija de la Tierra Salvaje, con talento para la puntería.

Cogió una flecha, tensó el arco y soltó en segundos. La saeta silbó y se clavó en el ojo de uno de los soldados del alcalde. Cayó al suelo, muerto. Los otros dos siguieron avanzando, impasibles ante el amenazante arrojo de la abuela, solo concentrados en matar, destruir. Parecían poseídos por fuerzas oscuras. La mujer se contagió de la rabia que también la había secuestrado cuando luchó contra las fuerzas del Sur, Némaldon, el antiguo enemigo del imperio Mandrágora, donde poderes sombríos yacen adormecidos, esperando gobernar con su dominio de sombras.

El perro, que siempre se había mostrado una mascota dócil y tranquila en compañía de su amo, se llenó de cólera y corrió hacia los soldados. Le cogió el brazo a uno y le desgarró la carne en segundos. El soldado no se quejó de la mordida ni del dolor, pero tampoco se rindió. Respondió al ataque con un contundente puñetazo. Rufus salió despavorido y se perdió en el espesor del bosque.

La distracción le dio una oportunidad a Lula. Agarró una segunda flecha, tensó el arco y apuntó a la yugular de otro soldado. Acertó. Mientras, el que quedaba vivo avanzaba sin muestras de temor. La mujer, que no aguantaba más, desmontó a la yegua y fue directa a por ese sicario, con el hacha en la mano, dispuesta a darle una lección. El soldado atacó con la lanza, falló.

La abuela cogió el arma y la atrajo hacia sí con un movimiento certero y seco, estrechando el espacio entre ellos hasta separarlos apenas un suspiro, y con un tajo le despedazó el escudo. El oficial tropezó y, nada más tocar el suelo, la mujer le partió la cabeza en dos. Los sesos se esparcieron por doquier.

La pelea había terminado, pero solo allí. De lejos llegaban los graznidos de una bestia. Era el fuego, que crepitaba entre madera y recuerdos. ¡La Estancia! La abuela corrió de vuelta. Ante las llamas voraces, cayó de rodillas, derrotada, incapaz de creer que su hogar se estaba consumiendo sin esperanza, a causa del odio, de una maldición antigua, que también sufrían las gentes en el pueblo. Lloró a cántaros, aullando de dolor. Le rezó al dios del fuego, ArD'Buror, pero sabía que ya era tarde. ¿Y si Manchego estaba dentro? ¿Y si el incendio lo había cogido durmiendo...? Miró alrededor, en busca de ayuda, de algo que pudiera servirle. Se derrumbó cuando, a lo lejos, vio el fuego y el humo asolando el pueblo. —¡Nos vamos ahora!

Era un hombre que cabalgaba sobre un corcel negro, de barbas mal cuidadas pero de mirada penetrante. Lula lo conocía, se llamaba Savarb. Venía acompañado de varios jinetes, y sobre una de las monturas iba Luchy. La mirada de la niña estaba rota, hecha añicos por un dolor que no podía haber previsto. La masacre que había emprendido el alcalde era una realidad.

—¡Nos vamos! ¡Al pueblo! ¡A la resistencia! ¡Al fuerte de las Asaetearas, no nos queda otra!

Lula sintió que la guerrillera de su interior tomaba el control y, concentrada en una sola cosa —la supervivencia—, montó a Sureña y salió cabalgando tras el capitán de la resistencia, hacia el pueblo, donde muy pronto el horror la saludaría.

EL SACRIFICIO (La Guerra de los Dioses nº 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora