CAPÍTULO XXV - CUANDO SUFRES CORAZÓN

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Capítulo XXV - Cuánto sufres, corazón

El búho negro no se detuvo ni un segundo, impelido por una urgencia que Manchego estaba a punto de comprender. Teitú seguía despidiendo un centelleo rojo fuego, lo que no tranquilizaba al chico. Sonó el toque de queda, la llamada que invitaba a las tinieblas.

El búho se posó sobre la rama de un árbol, camuflado en la negrura; solo se le veían los ojos. Se encontraban en una llanura que se extendía hasta una pequeña colina con un gran pino solitario en la cumbre. Manchego sintió un zarpazo de emociones. Era el Observador, su lugar favorito.

¡El búho lo había guiado hasta la finca! Paseó la mirada por la explanada y vio, con desolación, la ceiba del Mamantal, el punto donde la tierra lo engulló. ¿Cuánto tiempo habría transcurrido desde entonces? Caminó hacia el árbol con curiosidad. Las raíces parecían gruesas serpientes que horadaban la tierra.

Gracias al resplandor de Teitú, examinó los alrededores. Todo estaba como siempre. Ni siquiera daba la impresión de que allí hubiera sucedido algo tan terrible como que la tierra se hundiera. Gramitas tampoco aparecía por ninguna parte. No tuvo tiempo de pensar en nada más. Atisbó un cadáver. Se aproximó y enseguida reconoció la armadura y las insignias: ¡era un soldado del alcalde! Un olor a madera lo asaltó.

Elevó la mirada, hacia un gusano gordo que penetraba el cielo. ¡Provenía de la Estancia! ¡Lulita! El nombre explotó en su mente con un relámpago. Manchego salió corriendo en dirección a su casa, con Teitú guiándole a través de la oscuridad de la noche y el humo.

La plantación estaba arrasada, su enorme esfuerzo, hecho cenizas. El fulgor de Teitú cambió a un morado profundo y turbulento, reflejando las emociones del muchacho. Al acercarse al esqueleto de madera que una vez fue su hogar, Manchego estiró los brazos, como deseando abrazar aquella estructura en ruinas.

Las piernas le fallaron y cayó al suelo. Observó el desastre, las ovejas, la vaca y el burro carbonizados, los caballos desaparecidos. Las fincas contiguas parecían haber sufrido una catástrofe similar. ¿Y Luchy? ¿Y la abuela? ¿Qué habría pasado con ellas?

Un odio feroz prendió en el joven. Era demasiado. Primero tuvo que enfrentarse a las condiciones de su nacimiento, después, a la caída en un mundo de sombras, las heridas, el cuerpo malogrado, ahora, tenía que ver que su hogar se había reducido a cenizas. Las manos se le agarrotaron, tenía ganas de venganza. ¡Venganza! La palabra se pintó con letras de fuego en su mente.

—¡Feliel! Solo ese hijo de brujas es capaz de algo tan terrible... ¡Lulitaaa! —chilló. El grito reverberó en la noche—. ¡Felieeel!

Todo está en silencio y vacío —le dijo Teitú—. Deberías buscar con mayor ahínco, tal vez encuentres señales de vida de tu abuela. No todo está perdido. Puedo sentirlo.

«¡No es cierto! Ya no me queda nada en este mundo. Han perseguido a mi familia desde siempre, mi sangre la querían para un sacrificio... Ya sabes lo que le hicieron a mi madre, lo que le hicieron a mi abuelo... ¡Lo que le han hecho a mi abuela! ¡Todos a mi alrededor sufren! ¡Todos mueren por mi culpa! Solo traigo desgracia a los que amo, desgracia y destrucción... ¡Feliel! ¡Dónde te has metido!»

Manchego empezó a hiperventilar, los ojos se le enrojecieron. Una miserable locura ganaba terreno en su ser.

Teitú quería ayudar a su amo. ¡Eso no es cierto! Tú no eres el único que sufre las desgracias de estos tiempos. Por el amor al amor, ¡no te dejes vencer por rindas ante esos pensamientos! No, Manchego, no te dejes envilecer. Es cierto que no te ha tocado una vida fácil, pero las duras pruebas vienen y van, tú decides si estás dispuesto a hacer algo al respecto o sucumbir.

Esos argumentos estaban cargados de razón, pensó Manchego. Sintió la bofetada de la lección y rompió a llorar, pero entre las lágrimas logró centrarse. Sus manos se relajaron, los dedos soltaron la tensión. Teitú dejó de emitir una luz morada y pasó a un tono entre rosa y celeste. Se puso de pie y se dirigió a la Estancia.

Entre las cenizas buscó, con temor, el esqueleto carbonizado de su abuela. No lo halló. Con el alma inflamada, salió hacia el cementerio. Encontró el lugar arrasado, los árboles caídos, las lápidas de los antepasados de Eromes, manchados de humo y cenizas.

Manchego observaba y se lamentaba. Se acordó del libro rojo y fue a por él, pero las llamas también lo habían devorado. La tristeza dio paso a la curiosidad cuando algo se movió a su espalda. El suelo tembló. Una potente explosión retumbó alrededor. Cuando Manchego abrió los ojos, vio un humo negro y espeso que se elevaba en forma de hongo, que soltaba pavesas y emitía una luz intensa y amarillenta. Esa nube estaba encima del pueblo y no tenía nada de espontáneo ni natural.

Ese humo no me gusta, Manchego, tenemos que averiguar de qué se trata, pero seguro que es alguna fechoría del alcalde Feliel —sugirióTeitú.

Volvieron al Observador. Antes de abordar otro objetivo, Manchego necesitaba cerciorarse de que el cuerpo de Lulita no estaba allí. En la cumbre no encontró más que silencio y el murmullo de las hojas de los árboles rozadas por el viento. Por suerte, el Gran Pino se había salvado de las lenguas de fuego. Bajó la pendiente y se dirigió a la ceiba del Mamantal, donde yacía el cadáver del soldado.

No muy lejos había otros dos cuerpos, muertos por sendas flechas certeras, y entonces recordó unas palabras de Balthazar. Lulita había sido una gran guerrera y, siendo una Mujer Salvaje, no le extrañaría una gran habilidad en el manejo de esas armas, muy frecuentes en aquellas tierras.

Creo que deberías coger una espada y un escudo.

Manchego sintió miedo. Nunca lo había movido la violencia, aunque en este momento deseaba vengarse con toda su alma. Pero una cosa era pensar una venganza, y otra, llevarla a cabo. Empuñar esa espada lo atemorizaba, significaba dar un paso más en la senda que lo convertiría en otra persona. Había una partida en dos y pensó que esa era ideal para él, pues en parte se identificaba con esa arma mutilada. El escudo le resultó muy pesado, así que desistió y lo apartó. Se concentró en la espada rota. Lo hacía sentir poderoso, más cerca de su objetivo: encontrar y detener a Feliel, fuera como fuese.

Sin más, el chico y el serafín se pusieron en marcha hacia el pueblo, el epicentro de las sombras.

EL SACRIFICIO (La Guerra de los Dioses nº 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora