CAPÍTULO XXX - LA BATALLA DE LOS ASEDIADOS

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Capítulo XXX - La batalla de los asediados

La noche se cernió sobre el pueblo, un vendaval sacudió las casas del fuerte con violencia y levantó una nube de polvo tan densa que se metía en los ojos y en la garganta. Se oyeron toses por todas partes, que enseguida quedaron ahogadas por el ruido de miles de botas acercándose por las calles adoquinadas.

El retumbar de los soldados era una verdadera marcha fúnebre, un bum, bum, bum estremecedor que llegaba al último recoveco del sepulcro en el que se había convertido el pueblo.

Apostados en los techos de las casas, los encargados de defender cada punto cardinal del fuerte —Lula, Savarb, Otto y Lombardo— observaban la escena, iluminada a ratos por la luz de la luna que se filtraba entre los largos brazos de la nube en espiral.

Presenciaban la antesala de la última partida de esa guerra rápida y letal en la que todos morirían. Con miles y miles de soldados listos para descargar su odio sobre los supervivientes, no había salvación. Un alarido, como de alguien que exhalaba su último suspiro, atravesó la noche.

—¡Arqueros! —clamó Savarb. Todo hombre portando un arco ancló la flecha, tirando de la cuerda, apuntando hacia el oscuro vacío, con el deseo que su flecha pegara en el blanco deseado. Todos le rezaban al dios de la Luz, otros le rezaban a la diosa de la Noche, para que tras su muerte fueran admitidos cuando antes al Profundo Azur de los Cielos.

Todos los que estaban armados con arcos tensaron las cuerdas y apuntaron al oscuro vacío, deseando que sus flechas hicieran blanco. Rezaban al dios de la luz, a la diosa de la noche, para que, al morir, los admitieran en el Azur de los Cielos.

Un hombre de edad avanzada, situado en esa línea, no pudo evitar que le temblaran las manos, los pies, el alma. Un río de orina le bajó por la pierna. Pensó en su esposa, en su hija, en sus hijos, en sus primos y tíos, todos asesinados. Quería venganza. Los dedos le flaquearon y... soltó la cuerda antes de tiempo. La flecha voló en silencio, se oyó un quejido a lo lejos y un bulto que caía en la oscuridad. La sonrisa del arquero no duró más de dos segundos, lo que tardó en llegarle la respuesta. Una lanza lo alcanzó y lo ensartó al techo de la casa. —¡Disparad! —ordenó Savarb.

Un enjambre de flechas voló al encuentro de un enemigo que no se veía en aquella negrura. Miles de lanzas devolvieron el ataque, impulsadas por los gritos de guerra de aquellos soldados sin corazón, sin remordimientos, sin temor a perder nada.

Asaltaron los cuatro frentes a la vez y la colisión provocó que temblaran los cimientos de las casas. Lulita, en su puesto, sentía que perdía el equilibrio. Las paredes se combaron y el techo se desplomó. Cayó sobre un montón de cascotes y cuerpos, pero se impuso reponerse al horror. Los soldados se empujaban unos a otros para acercarse al techo derrumbado. Los primeros acabaron con flechas en sus pechos, pero poco a poco fueron sumándose los enemigos y pronto habían invadido la zona por completo.

Savarb se dejaba la voz gritando órdenes por doquier, pero resultaba inútil, la estrategia había sido bien pensada y el fuerte ya estaba en manos de los soldados. Lulita se defendía con el hacha, derribaba a los que se le aproximaban, pero la marea de efectivos parecía no tener fin. Lombardo parecía un perro rabioso, con el rostro deformado, la boca abierta, los ojos rebosantes de furia.

Con el mandoble partía a los soldados en mitades, las vísceras se derramaban encharcando los adoquines. Se movía con una velocidad de la que ni siquiera él se sabía capaz. Con cada tajo que repartía, vengaba su adorada finca ardiendo en llamas. Pero eran demasiados; ni siquiera tanta ira acumulada podría aguantar un embiste de ese calibre.

Tomasa, la mujerona de las Tierras Salvajes, atacaba con la piocha, fracturando cráneos, haciendo picadillo a los soldados. Allá donde posaba la vista, no había más que sombras y sombras armadas, que continuaban llegando. ¿Cuánto tiempo resistiría? El final estaba próximo, pero Savarb tenía reservada una sorpresa de despedida. —¡Fuego! —gritó el capitán.

EL SACRIFICIO (La Guerra de los Dioses nº 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora