CAPÍTULO XIX - FLORECIENDO

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Capítulo XIX – Floreciendo

Caminaba muy lentamente, arrastrando la pierna derecha. La cabeza le daba vueltas. A veces, la costra se abría y dejaba escapar un hilillo de sangre que le bajaba por la sien. Simplezas como no caer al suelo o cuidar la postura para ahorrar fuerzas cobraron una importancia extraordinaria. El pecho se le encogió como si una garra quisiera arrancarle el corazón. Tosió. Expectoró algo espeso y sin sabor, no era sangre ni moco. Gracias al tosido se hizo una idea de dónde se encontraba.

El techo era muy alto, alrededor todo era piedra. A la izquierda palpó una pared. Se arrimó y continuó pegado a ella, así se guiaría y podría apoyar sus pasos.Al rato se sintió cansado y se echó al suelo, frío y duro. El agotamiento era tan intenso que enseguida se durmió. Cuando se despertó, continuó su camino. Parecía que aquello no iba a terminar nunca.

Volvió a dormir, se despertó de nuevo. Otra vez en marcha. Manchego ya había perdido todo sentido de la orientación, del tiempo, del espacio. No sabía nada de qué había ocurrido, por qué se encontraba allí, cómo salir, pero algo sí era cierto: sin agua, sin comida, sin amor, la vida se le escapaba.

***

Las botas se le hundieron en lodo. Tropezó y cayó de bruces en un charco de agua. ¡Estaba helada! ¡Agua!

Con una felicidad colosal, el muchacho comenzó a beber sin medida, sin importarle el sabor acre de los minerales. Estaba fresca. Avanzó un poco más, quizá encontrara una extensión de agua mayor, donde sumergirse y lavarse las heridas. Dominado por la excitación, fue tarde cuando se dio cuenta de que había llegado a un borde. Resbaló.

Cayó varios metros, presa del pánico, hasta que su cuerpo se estrelló contra una gran masa de agua. Se hundió, cada vez más. Manchego se concentró en no perder la serenidad, no respirar, no tragar agua, tomar control de su cuerpo y mover los pies, como aletas, hacia la superficie. Al emerger tocó una pared y a un resquicio se aferró.

No tocaba el fondo. Rezó para que no hubiera animales hambrientos bajo sus pies. Nadó pegado al muro. Tenía que encontrar la orilla, tierra firme. Sus botas pisaron una superficie y comenzó a caminar. Llegó a un lugar de características diferentes. Lo notaba en la piedra y en el suelo, blando, como lodo. Sus pasos no resonaban con el mismo eco profundo; Manchego dedujo que había menos pasadizos. Tosió. Esta vez le salió una sustancia gelatinosa y maloliente.

Derrotado por el cansancio, la oscuridad, el no saber, el chico se tumbó en el suelo. Enseguida se durmió.

***

Algo lo llamaba por su nombre. El sonido era distante, vago, pero no cesaba. Sí, era su nombre, una y otra vez, una y otra vez...

La plantación de trigo se movía con la brisa y se abría en un abanico de dorados, resplandecientes a la luz del crepúsculo. El horizonte era una acuarela de carmesí y marrón, celeste y naranja, nubes y sol. «Uno cosecha lo que siembra», pensó mientras araba las tierras. «Los que siembran lágrimas, cosecharán alborozos. Aunque lloren mientras cargan con los sacos, volverán cantando de alegría con manojos de trigo en los brazos. Hay que sembrar».

La tarde ya se vestía de noche. Miró al cielo, las estrellas titilaban. Algo ocurrió con las estrellas, se movían, se hacían más brillantes, parecía que el mundo giraba a una terrible velocidad. No muy lejos, ¡empezó a llover estrellas sobre el campo! Al tocar el suelo, levantaban destellos plateados.

Salió corriendo, con una sonrisa ilusionada y las manos abiertas. ¿Lograría atrapar una estrella antes de que cayera?

¡Ahí! ¡Ahí viene!

¡ZAAAAAZ!

Aceleró todo lo que pudo hacia una tira de luz que dejaba una estela amarilla y viajaba a una velocidad imposible. Con las manos haciendo un cuenco, logró capturarla antes de que colisionara contra el suelo.

EL SACRIFICIO (La Guerra de los Dioses nº 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora