Estaban todos muertos.
Todos, salvo él.
Estaba seguro.
No sabía cuánto tiempo había pasado desde el impacto, ni cuánto tiempo llevaba encorvado, con la cabeza en el regazo. Podían haber sido segundos, minutos, años. El tiempo podía haberse detenido.
El amasijo de metal retorcido se había estremecido interminablemente hasta que, por fin, había quedado inmóvil con un quejido ronco. Los arboles destrozados, víctimas inocentes del accidente, habían dejado de temblar, en aquel momento no se movía ni una hoja; reinaba una calma espantosa. No se oía ni un sonido.
Alzo la cabeza. Tenía el pelo y los hombros llenos de esquirlas de platico de lo que había sido la ventanilla contigua de su asiento. Agito la cabeza ligeramente y las esquirlas cayeron a su alrededor, produciendo un tintineo apenas perceptible en el silencio. Se obligo a abrir los ojos lentamente.
Se le formo un grito en la garganta pero no pudo emitirlo. Se le había helado las cuerdas vocales, y sentía demasiado horror como para gritar. Aquello era una carnicería.
Los dos pasajeros que había sentados frente a él, buenos amigos, por lo que había podido deducir de sus bromas constantes, habían muerto. Sus risas y sus chistes habían quedado silenciados para siempre. Uno de ellos había atravesado el cristal de la ventanilla con la cabeza. Él detecto aquel hecho, pero apenas miro la escena. Había un mar de sangre, volvió a cerrar los ojos y no los abrió hasta que hubo girado la cara.
Al otro lado del pasillo había otro hombre muerto con la cabeza apoyada contra el asiento, como si hubiera estado durmiendo cuando la avioneta cayó. El Solitario. Antes del despegue, él le había otorgado aquel nombre. Como el avión era pequeño, había unas normas muy estrictas acerca del peso.
Mientras se pesaba tanto a los pasajeros como al equipaje antes de despegar, el Solitario se había mantenido apartado del grupo, con un talante hostil y de superioridad. Ninguno de los demás pasajeros había intentado trabar conversación con el debido a la antipatía que irradiaba. Su actitud lo había aislado, igual que a él le había aislado su notable sexo. Era el único doncel a bordo del vuelo.
Y en aquel momento, el único superviviente.
Miro hacia la cabina y se dio cuenta de que la parte delantera de la avioneta se había separado del resto del fuselaje como si fuera el corcho de una botella. Estaba a varios metros de distancia, y el piloto y el copiloto, ambos jóvenes y agradables, estaban muertos tambien.
Tragó la bilis que le había llenado la garganta.
Aquel copiloto fuerte y barbudo le había ayudado a subir al avión y había flirteado con él, diciéndole que casi nunca tenia donceles en su nave y que cuando los tenia, no parecían maniquís de moda.
Los otros dos pasajeros, hermanos de mediana edad, aun estaban en sus asientos, con el cinturón abrochado.
Los había matado el tronco tronchado que había traspasado el fuselaje del avión como un abrelatas. Su familia sentiría aquella tragedia doblemente.