Prólogo: Una balada en la tempestad

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Llovía.

Llovía intensamente. Era la tormenta perfecta. Las gotas de agua caían con fuerza, azotaban con furia el suelo, impregnando la tierra, formando lodazales incluso en las tierras más áridas y yermas. Las hojas de los árboles cedían ante el peso del agua, inclinándose, mostrando un aspecto dócil, frágil, casi triste y lúgubre. Los truenos rompían el silencio de la noche, bramando con poder, como el rugido de un dragón. No, de cien dragones. Los rayos iluminaban el cielo, un cielo cubierto de nubarrones, negros como el carbón, formaban un perfecto manto que no dejaba siquiera entrever la luna. El fulgor de los rayos rompía aquella oscuridad, cegando a todo aquel que mirase, ilusamente, el cielo, casi pareciendo de día.

Entre aquel caos de agua y truenos, se ahogaba el llanto de una joven. No podía dejar de llorar, asustada. Llevaba horas corriendo, huyendo. Tenía los pies descalzos, llenos de magulladuras, ampollas, y heridas sangrantes, barro, hojas y ramas que se le habían pegado por el camino, pues hacía rato que se había librado de su calzado con tal de correr con más comodidad. Su vestido había quedado reducido a un ridículo trapo, hecho jirones. Los volantes de seda de su falda se enganchaban con todo a su paso, y se desgarraban en fino silencio, tan fino como la seda de la que estaba hecho. La parte superior del vestido no había salido mejor parada, quedando embarrada, con manchas de sangre por limpiarse las heridas de las manos, con rasguños y desgarrones que hasta dejaban parte de su pecho al aire.

En efecto, sus manos, igual que sus pies, habían conocido días mejores. Los cortes se extendían por los dedos y las palmas, tenía callos hasta en partes en las que no imaginaba que pudiesen salirle, y barro hasta entre las uñas. Sin dejar de correr, se apartó un mechón rojo de pelo empapado de la cara. Llevaba corriendo bajo la lluvia horas, y su hermosa melena roja, aquella melena que tantos bardos elogiaban con canciones, comparándola con el crepitar de las llamas, caía por su espalda húmedo, lleno de lodo, ramas, y hojas, enredado, grasiento, con todo su fulgor desaparecido. No había ni rastro de la chica que era aquella misma mañana.

Perdida en sus pensamientos, los ojos se le llenaron de lágrimas, una vez, más, y al no poder ver más allá de sus pegajosos mechones en la cara y de sus lágrimas, tropezó con una raíz traicionera, cayendo, con un pequeño grito, de bruces cuan larga era, comiendo, literalmente, la tierra en que cayó. Entre sollozos, se incorporó, escupió el barro que había ingerido, volvió a apartarse el pelo del rostro, ensuciándose la cara en el acto. Estaba harta del barro.

Volvió a llorar. ¿Por qué ocurría aquello? No tuvo tiempo de pararse a descubrirlo. Lo oyó de nuevo. El sonido de los cascos de los caballos. Se acercaban. Oyó también las voces de sus jinetes, gritando, clamando que la habían encontrado, blandiendo espadas y hachas en el aire, con risas triunfales. La muchacha gritó aterrada de nuevo, se apresuró a levantarse y echó a correr. Le dolía la rodilla. Más que antes. Apenas podía moverla. ¿Acaso se la había roto? No le importó, siguió corriendo. Le preocupaba más huir de la muerte que le perseguía encarnada en jinetes.

Apenas sentía nada ya. Sentía, eso sí, que le faltaba el oxígeno, por mucho que boqueaba, no podía ni exhalar ni inspirar. Ya no sentía sus pies. Tal vez ya eran puro barro. Simplemente corría. Le dolía el pecho, y juraría que su corazón ya ni latía, había desistido de su función. Lo veía todo borroso, y las lágrimas y sus mechones de pelo no ayudaban. Tan sólo veía una marabunta de ramas, hojas y lodo. No veía nada más. Todo oscuro. Todo húmedo. Todo era horrible.

De repente, una pierna se hundió en el barro, y la joven cayó, atrapada. Vociferó, espantada, tratando de salir de aquella trampa. Su pierna estaba completamente atrapada en el lodazal, no había manera alguna de sacarla. Vio el fuego de las antorchas de sus perseguidores, cada vez más cerca, más resplandeciente, y oía el galopar de los caballos y los gritos de muerte. Empezó a tener frío. Un tremendo escalofrío recorrió todo su cuerpo, y el pánico se apoderó de ella.

AGOBAR: A Girl Of Blood And Ravens (#Wattys2016)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora