Allá donde ningún humano ha pisado, en el único lugar que nadie ha podido ver, los dos creadores del mundo, hermanos; se reunieron. Habían creado dos mundos, los dos igual de perfectos e ideales pero cada uno con características diferentes al otro. Sólo había una única pega: no había nadie para disfrutar de ellos. Ármedon, el mayor de los dos, pensaba que las puestas de sol que se observaban desde el Cielo y vagar por inmensas llanuras blancas reconfortantes era algo demasiado bello para que solo él pudiera observarlas y quedarse cegado por su belleza. En cambio, Érmedon, prefería disfrutar en soledad los arroyos y montañas, árboles y frutas, mares y olas porque para eso él creó su mundo, era suyo y de nadie más.
Así, Ármedon contó a su hermano menor cómo, con sus propias manos, buscó y moldeó el mejor metal que él mismo creó para originar una copa reluciente, de un color dorado puro y ligera como la más fina de las plumas. Con una daga echa del mismo metal cortó la palma de su mano vertiendo tres gotas de sangre a la copa. Tres gotas rojas eran las suficientes. Añadió un cabello propio y una pluma de fénix.
Al cabo de dos días, surgía de la copa un ángel totalmente puro: su porte indicaba valentía, un ángel astuto, inteligente y a la vez bondadoso. Tenía un cuerpo atlético perfecto para practicar deportes de combate pero lo más característico eran sus alas: blancas como el mejor copo de nieve, majestuosas como el mundo que Ármedon había creado pero sobre todo eran bellas y elegantes, bellas alas.
Los ángeles puros, así llamados por aquel que les dio la vida, estaban ilusionados. Eran bondadosos y tenían mucha energía. Su corazón era tan puro como el blanco de cada una de sus plumas. Querían proteger a los de abajo, los habitantes del mundo de Érmedon, pero no había nadie. Maravillado por los ángeles, Ármedon convenció a su hermano para que siguiera sus pasos y habitara su mundo.
Érmedon utilizó el más negro de los carbones para construir un pesado y robusto cuenco. Con una daga sucia, cortó la palma de su mano. Una, dos y hasta cinco gotas vertió en el cuenco. De inmediato, un ser con alas negras como el más oscuro de los vacíos emergió de la copa. Tenía un porte similar al de los ángeles creados por su hermano, pero en los ojos de éstos brillaba la venganza y el ansia del poder.
Consternizado, Ármedon desterró a su hermano y demás ángeles negros a un tercer mundo rocoso, donde un el sol luce de un tono rojizo y nunca llega la noche. El paraíso creado por Érmedon volvió a quedarse solo. Los ángeles puros ayudaron a su creador para resurgir de la copa una tercera raza, la crearon con defectos pero a la vez con valiosas cualidades. Así, crearon a los humanos cuyo hogar llamaron Tierra.
Érmedon juró a su hermano que se vengaría, tomaría lo que era suyo y mataría a todo aquel que manchara su mundo, pero los ángeles puros protegían a los humanos y no había nada de lo que temer.
***
Los pulmones me abrasaban y mi garganta era ascuas. Tenia los ojos rojos y secos, apenas podía ver. Tosía y la sensación de asfixia era cada vez mayor. Me levanté de la cama y busqué la ventana. Al abrirla vi que el bosque donde estábamos pasando las vacaciones se quemaba.
No me quedaba aire y me tiré al suelo. Desde la moqueta vi que unos pies avanzaban hacia mí: era mi madre.
—Ariel, hija, levanta. Tenemos que irnos. -su voz era tranquilizadora, pero por mucho que intentara controlar su voz, su rostro decía todo lo contrario.
Nos encontramos con mi padre en la escalera y bajamos por ella esquivando las llamas que empezaban a consumir la cabaña en la que nos alojábamos.
El mismo infierno en la Tierra, así es como lo recuerdo: había llamas tan altas como el árbol más centenario del bosque, rojas y mortales. Asustaba. Imponía. Atemorizaba.
Los tres corríamos con quemaduras que cicatrizaban al poco tiempo, pero de poco servía ya que al segundo volvíamos a tener las mismas heridas. Avanzábamos hacia la linde del bosque. Simplemente corríamos todo lo rápido que nos dejaban correr nuestros pulmones asfixiados por el humo. Esquivábamos troncos de árboles caídos, piedras y animales que corrían asustados como nosotros.
De vez en cuando, mientras intentábamos ponernos a salvo,entre las llamas aparecía una figura humana a la que no le podía ver el rostro, parecía que nos vigilaban.
Los árboles crujían y caían con un ruido sordo cuando chocaban contra el suelo. La linde del bosque estaba cerca, muy cerca. Se oían gritos de hombres dando órdenes y el sonido del agua a presión. Otro crujido y el tronco de un árbol cayó aplastando la pierna a mi madre.
—Ariel, recuerda, eres especial, pero lo distinto a veces no gusta. A pesar de eso, no te olvides de cómo eres. — Me dijo mi madre mientras mi padre intentaba liberar su pierna.
Aceptó que mi madre no podía continuar. Cada vez había más crujidos. Mi padre me empujó y un bombero que vio la escena me apartó, pues un árbol acababa de caer en el lugar donde hace unos instantes estuvieron mis padres.
Por aquel entonces tenía unos seis años.
Por aquel entonces tenía una familia.
Por aquel entonces no era el último ángel puro de la Tierra.
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Bellas Alas
FantasyA veces es mejor ocultarse. Otras, es preferible dar la cara. El destino es tu peor enemigo. Ariel sabía perfectamente quien era, no cómo esas niñas estúpidas de los libros de fantasía que no se daban cuenta de su potencial hasta que un niñato guapo...