Capítulo 1

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Estaba sentada en la cama de mi pequeña habitación en mi pequeño apartamento. Como una noche más, no podía dormir. Los recuerdos me atormentaban. Recuerdo todo al milímetro, como si estuviese pasando ahora mismo: las llamas, el humo asfixiante, un crujido. A veces no me gustaría ser un ángel puro y no tener una memoria perfecta. A veces, deseo no haber estado allí cuando todo ocurrió. Estar en un orfanato, rodeada de más niños, pero a la vez en una absoluta soledad.

Me puse mis pantalones negros de cuero, mi camiseta con la espalda abierta y las botas. Esta ropa ya era mi compañera nocturna. Me peiné un poco mi melena rubia –no teñida, por su puesto- angelical.

Salí de mi pequeño y viejo apartamento. Me dirigía hacia el puerto, como muchas otras noches. Ya era parte de la rutina. Esa parte de la ciudad no me gustaba –y sigue sin gustarme- ya que por ahí sólo hay borrachos que quieren violarte, ebrios que quieren hacerte lo mismo o robarte.

Salí de mi edificio. Pasaba algún coche o autobús. Había gente con prisas para llegar a su casa después de una noche de fiesta. No hacía mucho frío.

Iba deprisa. Al puerto se tardaba en llegar unos diez minutos. A medida que te vas acercando, hay menos gente y menos coches. Entonces, cuando ya estás al lado, todo huele a alcohol y no sabes cuando te va a salir un tipo con una navaja, dispuesto a rajarte por tu cartera.

Cuando llevaba la mitad del camino hecho, en la calle había un callejón. Se oían unos gritos apagados. Cuando pasé por en frente del callejón, alguien me cogió del codo, sujetándome fuerte para que no me escapara.

-¡Eh, Royi, mira lo que tenemos aquí, un pequeño angelito! –del callejón emergió Royi, alto, corpulento y sin afeitar. Parecía que abrazaba a una chica, pero en realidad la estaba reteniendo y tapando la boca. La chica tenía el maquillaje corrido y los ojos rojos e hinchados.

-Parece que hoy tenemos festín...Mira la rubita, qué guapa, ¿eres un ángel caído del cielo?

Si él supiera...

-No, pero seguro que tú sí. Porque te tuviste que dar un buen golpe, esa cara no puede ser de nacimiento... –le dije con un tono despreocupado, cosa que en verdad lo estaba, y bastante.

-Uy, el angelito nos ha salido respondón...¿Qué hacemos con ella, Igor?

-Nos divertiremos con ella primero, después la podemos tirar a algún contenedor del puerto, ¿qué te parece, Royi?

-No se merece ni eso, Igor.

Entonces, Igor –que me sacaba como tres o cuatro cuerpos- avanzó su brazos hacia mí para atraparme, pero yo fui más rápida y me aparté. En un momento de confusión, le di una patada a Royi: perfecta, directa y, probablemente,  muy dolorosa. Éste soltó a la otra chica.

-¡Vete! –le dije. Asintió como un gesto de agradecimiento y se marchó corriendo.

Royi se limpió la sangre de la boca, mientras tanto, Igor intentó pegarme –mala decisión- pero yo le di tres dolorosas patadas: en el estómago, en el pecho y en la rodilla.

El otro hombre, se quedó clavado en el sitio y me marché corriendo antes de que se recuperaran los golpes.

Pelear bien era otra parte de mi pasado. Los pocos años que estuve con mis padres, me enseñaron a pelear. Los ángeles puros ya de por sí tenemos toda la agilidad y flexibilidad que se puede tener, si además te entrenan, puedes ser defenderte bastante bien. Cuando murieron mis padres no me entrenaba, pero tenía que defenderme de las agresiones de los demás. Cuando por fin salí de allí, practicaba yo sola en casa. No se pueden perder las buenas costumbres. Pelear me recuerda a ellos.

Una vez en el puerto, entré en un edificio abandonado, donde sólo entraban adolescentes para hacer botellón o enrollarse, pero esta noche estaba totalmente vacío.

Subí todas sus plantas por las escaleras, era un edificio bastante alto. Una vez en la azotea, me senté en el borde con los pies colgando hacia el vacío. Con las manos apoyadas en el borde, saqué mis alas: grandes, majestuosas e impolutamente blancas. Por eso siempre llevaba camisetas con la espalda al aire, más de una vez al sacar las alas, se me había rajado la camiseta.

Todas las noches, venía a esta zona, donde las únicas personas que hay son borrachos que nunca miran al cielo y a los que no creen si dicen que han visto a una persona volando.

Moví las alas ligeramente para estirarlas. Si pasas horas sin sacarlas, sientes como cuando dejas los dedos en una posición durante mucho tiempo. Cuando los intentas estirar, los sientes agarrotados y te cuesta moverlos, con las alas pasa igual.

Miré hacia abajo, hacia el suelo. Solamente vi a una persona que va andando haciendo zig-zag. Iba claramente borracho.

Me incliné obre el borde. Estaba a punto de caerme, pero estaba sujeta con las manos. Entonces me solté y caí.

Sentí el aire en mi cara y en cada pluma de las alas. Cuando estuve cerca del suelo, moví ambas alas y empecé a planear. En ese momento sientes una sensación de absoluta libertad, como los pájaros.

Volé entre los edificios del puerto. Volé rozando las olas. Volé hasta que sentí las alas entumecidas.

Me posé en el suelo con delicadeza. No había nadie, pero prefería volver a casa andando y no arriesgarme.

Comencé a andar. Cuando llevaba un rato, me di cuanta de que había dos chicos jóvenes, de mi edad quizá, siguiéndome. No le di mucha importancia y fui directamente a mi casa –me arrepentiría al día siguiente-.

Subí a mi cuarto y me asomé por la ventana que daba a la calle. Uno de los dos perseguidores sacó una libreta y apuntó mi dirección en ella. Luego se marcharon.

¿Qué querrían de mí? Decidí no preocuparme. El vuelo me había dejado la mente tranquila y quería dormir. 

Bellas AlasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora