Capítulo 2

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A la mañana siguiente, me desperté temprano para ir al supermercado en el que trabajaba. Me sentía muy bien, pero una duda rondaba por mi cabeza: ¿quiénes eran esos dos tipos?

Me levanté de la cama y miré por la ventana. No había rastro de ninguna persona, sólo había un coche aparcado sospechosamente en frente de mi casa. Dentro había dos personas, pero no se distinguía muy bien quienes eran.

Me preparé como siempre: botas, pantalones, camiseta con la espalda abierta y todo, como no, negro.

Miré la hora mi desgastado reloj de pulsera: llegaba tarde al trabajo.

Corrí escaleras abajo y salí a la calle. Entonces, pude verlo. En el coche había dos personas: un chico más o menos de mi edad y otro un poco mayor. Les reconocí de inmediato: eras las mismas personas que me siguieron a casa la noche anterior. Me puse nerviosa. Ya sabían dónde vivía, no podía ir tan tranquila al trabajo porque también sabrían dónde estoy toda la mañana. Tracé un plan.

Comencé a andar tranquila –nada más andar el coche arrancó-, como si no me estuviera siguiendo nadie que no sabía quienes eran ni qué querían de mí. Anduve tranquila, sí, pero con prisa, llegar tarde –otra vez- podría ser más peligroso que dejarme atrapar por esos dos extraños.

Cuando llegué al supermercado pasé por delante de la puerta. No podía entrar, no podía dejar que descubrieran dónde trabajaba. Era como ponerme un cartel en la frente que dijera: ‘’TRABAJO EN ESTE SUPERMERCADO, ENTRAD A RAPTARME CUANDO QUERÁIS’’

Llegué a un callejón lo suficientemente lejos del supermercado para que no se dieran cuenta que en realidad era allí hacia donde me dirigía. En el fondo, había una valla. No era muy alta y se podía saltar fácilmente. Eso hice. Salté la valla y cuando toqué el suelo me di media vuelta y ahí estaba, el coche de mis nuevos acosadores.

El callejón daba a una estrecha calle que acababa en la puerta trasera del supermercado. Miré hacia atrás varias veces para asegurarme de que no me seguían el rastro.

Cuando entré, me puse mi uniforme de trabajo y me dirigí hacia mi puesto. Ahí estaba mi jefe, sentado leyendo, esperando a que llegara para poder abrir. Era joven, muy joven quizás para ser jefe de un supermercado entero. Tenía mi edad, se llamaba Vals. Era bastante amable conmigo, nos llevábamos realmente bien.

-¿De qué trata el libro? –dije.

-De una chica que no pertenece a nuestro mundo. –le miré con cara extraña- Bueno, a mí mundo. –sonreí, eso estaba mejor.- Un día se topa con un chico y entonces él le cuenta que en realidad ella...

-Qué idiotez...¿En serio trata sobre eso? Muy típico. Todas las protagonistas de esos libros son extremadamente insoportables.

-La próxima vez que te estés leyendo un libro avísame para criticarlo. Ah, no, que no lees.

-Para leer sobre cosas imaginarias y que no existen prefiero hacer otra cosa y no perder el tiempo.

-¿Sobre cosas que no existen? ¿En serio dices eso? ¿Tú, que tienes alas, vives una eternidad, tienes una memoria perfecta y eres tan inhumanamente ágil dices eso?

Vals sabía que yo era un ángel. En realidad, fue un accidente. Un día que tuve que hacer horas extras tenía muchas ganas de estirar las alas, así que entré al almacén y las estiré –las tenía tremendamente agarrotadas- Creía que estaba sola, pero dio la casualidad de que Vals entró y me vio. Se lo tuve que explicar todo: como mis padres murieron en un incendio, de dónde venimos, por qué yo tengo alas y él no-en esta parte se indignó bastante, pero se le pasó rápido- y más cosas. Se lo creyó todo. Al principio estaba callado, pero luego me soltó: ‘’¿Tus plumas son como las de los patos?’’

-A todo esto, ¿por qué has llegado tarde? Te he visto pasar por la puerta del supermercado.

-Nada importante, sólo dos tipos que me seguían.

-¿Qué? ¿Te seguían dos y estabas tan tranquila?

-Sí, no me preocupa lo más mínimo. Seguro que son unos paparazzis que quieren un poco de dinero y como me parezco a alguna famosa querrán colgar mis fotos.

-Me sorprendes. Siempre.

Le sonreí. Me senté en mi silla, aquella silla dura  e incómoda que se hizo tan familiar para mí. Iba a pasarme unas cuentas horas sentada en la misma silla, con la misma caja registradora, con las mismas vistas de siempre. Me tocaban unas apasionantes horas de escucha: ‘’Ay hija, ¿cuánto dinero llevo aquí? Es que con la edad la vista ya no es lo que era...’’

Comencé. Al cabo de una hora, si me concentraba, los ‘pi’ de la caja tenían un ritmo pegadizo, casi hasta podía tatarearlo.

A las dos horas, oí una voz que me sobresaltó, ya que esas cosas no se suelen decir en un supermercado.

-¿Seguro que es ella?

-Sí. Nunca me equivoco.

Me giré y vi que cerca de mi caja, estaban mis admiradores secretos. Miré discretamente –o así me pareció que hacia- y le hice una seña. No sé si se me entendió o se dio cuenta él solo. Dos hombres que cuchichean y miran todo el rato es a la misma chica no es precisamente discreto, ¿no creéis?

-Ahora. –dijo alguien.

Entonces el tiempo empezó a pasar más despacio cuando todo estalló en pedazos. Salí despedida de mi asiento y pude comprobar que los demás no habían tenido tanta suerte como yo. Atravesé la puerta del cristal y vi como miles de trocitos de cristal volaban a mi alrededor, junto a mí. La gran mayoría me cortaban a su paso. Me di un fuerte golpe con el cemento y por unos momentos que me parecieron eternos no pude respirar.

Cuando me recuperé, pude ver que estaba llena de cortes pero tenía uno más profundo en la frente. Lo toqué y después me miré la mano: estaba llena de sangre. Oí unos pasos.

-¿De verdad era necesario eso, Abra?

-Greindur dijo que hiciéramos lo que haga falta.

-¡Pero había mucha gente!

-Cállate, Kah. Ahora dedícate a buscarla.

-Mira, ahí está.

Salí corriendo. Mala idea, estaba muy mareada, pero tenía que hacerlo, huir. No quería saber lo que me esperaba si me quedaba quieta, sentada en la hacer. Corrí. Corrí por las calles. Corrí por callejones. Corrí mezclándome con la gente. Corrí siempre con una voz que me perseguía y decía: ‘’No la pierdas de vista.

Llegué al puerto y subí por las escaleras de aquel edificio que tantas veces había visitado. Estaba exhausta, sí, pero tenía que llegar a la azotea. Me pisaban los talones, y a cada escalón que subía me dolía la cabeza, pero logré llegar a lo más alto. Corrí hacia el borde, los últimos metros, tenía que lograrlo. Llegué al borde, esta vez no me senté ni contemplé el paisaje, simplemente salté.

-¡Ha saltado!- dijo Kah.

-¡Lo sé, idiota!

Caía hacia el vacío. Estiré las alas y me quedé suspendida en el aire. Después me elevé para alejarme, pero algo me dio en una de las alas. Dolía, quemaba. Con un solo roce en las alas se siente como si te apretaran con el dedo. Si te disparan, el dolor es insoportable.

Con un ala muy dolorida, no podía mantener el vuelo. Entonces...

Caí.

Caí.

Caí.

...

Bellas AlasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora