II. Diez

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Po seguía a Shifu por los caminos adoquinados del palacio rumbo a la Biblioteca Sagrada, junto a Tigresa y los demás Furiosos. Un grupo silencioso. Nadie hablaba nada, sólo se oían las respiraciones curiosas y ansiosas siseando en el pasillo. Los Cinco Furiosos iban detrás del antiguo maestro del palacio, siguiéndolo a un ritmo reverente, mientras que en la parte final iba Po junto a Tigresa; sostenía la piedra, no más grande que dos de sus puños, en una pata.

Miró a Tigresa de reojo, notándola ensimismada, pensativa. Por instinto estiró la pata libre y le tomó la pata a Tigresa, con cuidado, como si tocara una de sus figuras de acción más preciadas. Cosa que era cierto, pero ella era real, era mucho mejor. Ella ni siquiera pareció advertirlo, aunque Po sabía que lo ocultaba, ¡claro que lo sabía!

Aquella preocupación por él, esas miradas que le daba de vez en cuando, aquellas sonrisillas privadas... Sabía que Tigresa lo quería, sin embargo, se reprimía, todo por lo que pudieran pensar el Consejo de Maestros en la Ciudad Imperial. A Po le daba igual, si por él fuera, que se fueran a ahogarse con tofu.

La amaba más que a sí mismo, aquello no podía ser detenido ni ocultado. Mucho menos negado o prohibido por maestros ajenos.

Le dio un pequeño apretón a Tigresa y ella lo respondió, acto que lo alentó a entrelazar sus dedos con los de ella. Una parte de su pata, las almohadillas, eran duras y rasposas, como el de una guerrera, pero el dorso era de un pelaje que, a pesar de ser grueso, conservaba una suavidad que contradecía al aspecto de Tigresa.

Ella no era precisamente una hembra con todas las de la ley; su cintura no era tan pronunciada, sus pechos no eran tan grandes, y su feminidad estaba reducida al mínimo, ¡pero qué rayos, así era perfecta! Con músculos donde debían estar las curvas, valentía en donde debía haber delicadeza y fuerza donde debería haber miedo. Era una guerrera. ¡A la basura con todo lo demás y el aspecto femenino! Tigresa era más hembra que cualquiera del pueblo, y eso nadie podía negarlo.

Tigresa se volvió a verlo y una de las comisuras de sus labios se alzó en una sonrisa, que murió con velocidad. Po vio cómo se tensaba, aunque no le soltó la pata. «Lucha contra eso, intenta no sentir lo que siente.» Pero él la haría cambiar. Le demostraría que no estaba mal lo que había entre ambos.

Al llegar a la biblioteca, un enorme, enorme salón octogonal con estanterías con rollos que se elevaban hasta el techo, ella le soltó la pata.

Shifu se movió como una exhalación hasta la larga escalera de bambú en un extremo, la desplazó hacia una sección y subió. Empezó a sacar, revisar y arrojar rollos con envolturas doradas, de jade, de cuero, algunas incluso con joyas preciosas, pero se detuvo cuando sacó uno con una envoltura negra como la misma noche, como si hubiera agarrado carbón líquido y lo hubiera bañado en el rollo.

Se bajó y lo colocó sobre una elevación de piedra, octogonal también, que hacía de mesa, desenvolviéndolo con suma delicadeza.

—Este es El Rollo del Octavo Camino —dijo Shifu, captando la silenciosa pregunta que todos pensaban—, escrito por Oogway. El rollo más antiguo que hay aquí; el primero que Oogway escribió, de hecho.

—¿Y qué pone? —preguntó Mono.

—Relata una batalla por el destino de China que el maestro Oogway y cuatro animales, cada uno con un poder divino, contra ocho animales que eran... especiales.

—¿Especiales? —preguntó Po, observando el papiro. Cientos y cientos de caracteres inundaban el rollo.

—Animales que alcanzaron la plenitud como maestros del Kung Fu, desarrollando estilos propios o combinándolos con un Chi primigenio, pudiendo así obtener habilidades únicas. —Alzó la pata ante la pregunta que iba a formular Víbora—. Dice qué habilidades posee cada uno, y que dichos poderes los corrompieron. —Pasó un dedo con cuidado por el papel—. «Mis visiones me han mostrado cosas, cosas terribles, pero grandiosas. Ocho animales poderosos, grandes entre los suyos y distinguidos en el Kung Fu alcanzaron un estado que no puedo sino asociarlo al de los pandas en la aldea que fui con mi hermano de armas. —Po supo que en esa cita se refería a Kai—. Cosas que no puedo poner por escrito, pues mi juramento me ata, mi honor me lo impide, pero sé que si no dejo constancia escrita de algo, el futuro será incierto».

Los Ocho InmortalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora