XI. Dos aceptan morir

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El pueblo donde se hallaba el Palacio de Granate era muy... rojo. Mono estaba acostumbrado a las cosas rojas, como la sangre o el jugo al arrojar unas bayas a alguien, pero el pueblo donde estaba el Palacio era una exageración. Las casan estaban pintadas de rojo, algunos más intensos que otros por el desgaste del tiempo o bien por el color elegido de la pintura, mas eran rojas.

Los buhoneros vendían comidas que estaban coloradas de distintas variedades de rojo, condimentos que coloraban la comida de ese color, ropa, dulces..., todo. Todo era rojo.

—Colega —dijo Mantis, sobre su hombro—, cuánto rojo.

—Es raro —convino Mono.

Mientras caminaban no pudieron evitar que los habitantes los miraran con cierto recato y recelo, eran los únicos que no vestían de rojo. De hecho, él solo llevaba los pantalones de entrenamiento y Mantis... bueno, él andaba a su gusto.

Al menos el pueblo conservaba cierta familiaridad con el Valle de la Paz, puesto que las calles estaban empedradas y, cómo no, el Palacio de Granate se destacaba casi brillando como el fuego. Era rojo («Mono, eres un genio»), grande y tallado en distintas gemas rojas, entre las que se destacaban los rubíes, el granate y demás.

Mono y Mantis subieron y llamaron a la puerta, golpeando la piedra enmarcada de madera con la palma de la mano. Sus golpes sonaron ahogados. Esperaron.

Al cabo de cinco minutos la puerta se abrió apenas un poco y una loba ataviada con una bata roja y negra los miró con los ojos somnolientos. De pelaje marrón negruzco y ojos amarillos, la loba no daba un aspecto de ser amenazante. De hecho, ni siquiera daba la sensación de orgullo de estar en un Palacio, sino que le daba igual.

—Necesitamos ver al maestro del Palacio de Granate —dijo Mono, intentando ser cordial.

—La estás viendo —dijo la loba. Estiró una pata por entre la abertura de la puerta hacia ellos—. Xhu Qiao, maestra del Palacio de Granate, Guerrera Fénix y todo lo demás. —Bostezó—. ¿Qué quieren?

—Necesitamos que nos acompañes al Palacio de Jade, maestra Qiao, para que nos ayudes en una complicada lucha que tenemos todos, incluidos los Guerreros. —Mono le mostró su marca de flor de loto—. Supongo que ya deberías tener esta marca en tu cuerpo.

—¡Eh, colega! —exclamó Mantis—. ¿Y ya está? «Hola, soy la maestra y Guerrera» ¿y ya está?

Mono se encogió de hombros.

—¿Qué tiene? —hizo notar—. ¿Has visto a Po? Él es el Guerrero Dragón y nuestro maestro y es más inocente que tú y yo juntos.

—Sí, pero...

—Mantis —recalcó Mono—, mientras más rápido nos vayamos, más pronto regresaremos y más pronto comeré mis galletas, que si Po llega antes, arrasa con ellas. No sé cómo hace para encontrarlas de donde las escondo.

Un bostezo de la maestra del palacio ahogó la réplica de Mantis; ella abrió la puerta y los instó a entrar. Y como si no importara en lo más mínimo, a medio camino la loba tomó una camiseta de entrenamiento roja, hecha de tal forma que parecía la parte superior de un kimono. Sin dejar de caminar dejó caer la bata y quedó con el pecho al descubierto, con sólo una venda alrededor, y sin volverse se puso la camiseta.

Mono no supo que decir o hacer, así que optó por lo sensato: ignorar lo que pasó. Vaya, eso de ser sensato y responsable era muy duro.

Qiao fue hasta una habitación que se asemejaba al Salón de los Héroes y tomó una bolsa de viaje pequeña que no podría contener nada más que comida y bebida. Se giró, echándosela al hombro.

Los Ocho InmortalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora